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CATECISMO de la Iglesia Catolica

El Pecador y el Pecado

El Pecador y el Pecado

PECADOR - PECADO

SUMARIO:

I. Desaparición del sentido del pecado:
1 Síntoma causas, valoración:
2. Reflexiones psico-sociológicas:

a) Análisis del término "culpabilidad"
b) Los tres planos de la culpa

II. El pecado en la reflexión bíblica:
1. El pecado de los orígenes
2. El pecado en la historia de Israel
3. La enseñanza de los profetas
4. La enseñanza del NT

III. El pecado en la reflexión teológica:
1. El pecado como violación de la ley de Dios
2. El pecado como ofensa a Dios
3. La dimensión social del pecado
4. El pecado como alejamiento de Dios y conversión a las criaturas

IV. Sentido de culpa y pecado:

1. El sentimiento de culpabilidad
2. Confrontación del análisis de la culpabilidad con la experiencia humana y cristiana del pecado

V. El pecado en el plano moral:
1. Moral y libertad
2. Opción fundamental y elección objetivo

VI. La dimensión espiritual, el diálogo en el amor:
1. El pecado como fracaso de la libertad humana
2. La dimensión de la esperanza

VII. Conclusiones:
1. El redescubrimiento de la dimensión interpersonal del pecado
2. Superación de una visión fatalista del pecado
3. Superación de una visión legalista para una correcta interpretación del valor de la norma
4. El pecado en la dimensión de la esperanza.

I. Desaparición del sentido del pecado

"Quizá el mayor pecado del mundo de hoy consista en el hecho de que los hombres han empezado a perder el sentido del pecado" 1. Esta constatación parece que es hoy más evidente y preocupante. Podría parecer que en nuestros días el problema del pecado está totalmente superado. o bien que se plantea en términos radicalmente distintos a los empleados por la reflexión teológica tradicional. El Sínodo episcopal suizo proponía la siguiente observación en el proyecto de la comisión: "También el hombre de hoy tiene noción de una conciencia de la culpa y quisiera verse libre de esta culpa. Sin duda, esta conciencia de la culpa ha sufrido un cambio en muchos. Así, por ejemplo, las faltas que afectan al ámbito privado son menos sentidas que las transgresiones que tienen una influencia en el ámbito social público. El pensamiento de que con el pecado se ofende a Dios es relegado a segundo plano frente a la consideración de que con él se comete una injusticia con el prójimo y la sociedad.

La apelación a la responsabilidad personal y la conciencia de las relaciones humanas y sociales importan más que la referencia a los mandamientos y leyes. Además, para superar la culpa han de tenerse presentes las diversas implicaciones de naturaleza psicológica".

La reflexión teológica acerca del problema del pecado y de la culpabilidad (y consecuentemente también de la penitencia) parece, por otra parte, también muy discutida por las conquistas de las ciencias humanas. En un momento histórico como el presente, marcado por la secularización, en el cual Dios parece estar ausente de nuestro mundo y de nuestra cultura y relegado fuera del horizonte de nuestra vida cotidiana; frente al desarrollo de las ciencias humanas, que nos proporcionan medios cada vez más cualificados para ¡nterpretar la realidad y para dar razón del comportamiento humano replanteando radicalmente los criterios y las normas que parecían claras conquistas de la ética cristiana tradicional, se puede preguntar qué espacio queda todavía para una reflexión de tipo teológico, moral y espiritual. Podría parecer que estos pensamientos en su conjunto no son más que una autojustificación narcisista de un grupo religioso, pensamientos cuya validez y vitalidad pone en tela de juicio la rigurosa seriedad del procedimiento científico.

De ahí podría derivarse una actitud de claudicación, que reduce la presencia de Dios a una pura y simple presencia en el mundo de los hombres y que considera la realidad humana en cuanto tal signo de lo divino y, en consecuencia, como normativa para el comportamiento del hombre. Pero ningún encuentro, ni siquiera el encuentro con Dios, puede prescindir de palabras y de signos: de un lenguaje que lo exprese. La crisis del lenguaje de la fe nos sitúa bruscamente ante la imperfección y lo provisional del lenguaje en sí. Las formulaciones dogmáticas, las sistematizaciones teológicas, los mismos gestos sacramentales y el comportamiento del cristiano dejan traslucir su inadecuación frente a un misterio inagotable.

Es en este plano donde debe volver a situarse y donde debe volver a encontrar su significado la reflexión teológica; es indispensable que los cristianos se atrevan a dar desde ahora una formulación refleja de la confrontación, de su vivencia entre la fe y el drama humano implicado en su acción presente. En este sentido precisamente la reflexión moral y espiritual se encuentra en una encrucijada fundamental; tampoco la relación entre teología y ciencias humanas deben verse ya en términos inconciliables y alternativos.

Una vez delimitados debidamente los dos campos y los respectivos sectores de la investigación en su específico objeto formal, será cuestión de poner énfasis también en su complementariedad; ya no será posible hacer espiritualidad sin hacer antropología, porque no se puede hablar del hombre en relación con Dios sin conocer la estructura y los mecanismos profundos de su personalidad y de las relaciones que lo ponen en contacto con los demás, factor este que escapa al campo de la teología. Será inadmisible, por otra parte, para un cristiano pensar que con criterios puramente científicos es posible dar cuenta de la globalidad del ser y del obrar humano, como si no estuviera presente en nosotros una dimensión que trasciende las posibilidades de estos instrumentos de análisis.

1. SÍNTOMAS. CAUSAS. VALORACIÓN

a) Los síntomas. En el plano del lenguaje, los vocablos propios de la teología corriente provocan una desazón creciente. Las nociones de pecado, contrición, absolución tienen un contenido cada vez más incierto a los ojos de la mayor parte de las personas. Su subdivisión en categorías precisas resulta problemática cuando se trata de establecer los grados de la gravedad del pecado (mortal o venial), de la pena en que se incurre (purgatorio, infierno), de la calidad de la contrición (perfecta, imperfecta). Ciertas nociones se encuentran directamente en vías de desaparición bajo los golpes de la desmitificación o, más simplemente, del olvido; por ejemplo, las de la atrición, de la imperfección o de la satisfacción. En el plano de la conducta se manifiesta repugnancia hacia todas las formas de privación y de penitencia. Todo lo que se percibe como negativo y frustrante para nuestros deseos es sospechoso de inhumanidad, masoquismo o inhibición. En nuestra vivencia interior nos cuesta comprender lo que significa el pecado; nos parece una tendencia o un estado difuso, o simplemente la deficiencia de una situación de conjunto más que un acto preciso capaz de catalogarse en una serie de acciones pecaminosas.

b) Las causas. Las causas de la crisis del sentido del pecado pueden reducirse al ámbito del problema de la libertad. Se pone en duda la consistencia efectiva de la libertad humana. Esta aparece tan frágil y limitada por una serie de condicionamientos, que se llega a poner en tela de juicio la misma posibilidad de realizar actos culpables libremente queridos.

Por otro lado se constata un sentido de desconfianza frente a todo dato exterior a la libertad tendente a condicionarla; sentido de desconfianza que se debe a la discusión del valor de la ley, a la constatación del pluralismo y a la diferenciación en la sociedad, cuyas normas ya no son armonizables con una serie de imperativos éticos objetivos y universalmente válidos; a la relativización de los valores y la incertidumbre respecto a lo que está permitido y prohibido por nuestra sociedad, que no facilita el despertar de la conciencia moral; a la incapacidad (según la terminología freudiana) de adecuarse al "principio de la realidad" para seguir "el principio del placer", en el sentido de satisfacción inmediata del deseo, por ilusorio que pueda ser.

También puede hablarse, radicalmente, de un miedo a objetivar a Dios, a reconocer su alteridad y su libertad. Dios es visto ante todo como la realización del deseo del hombre en orden a la plenitud de la propia persona y a la reconciliación universal, y no tanto como la intervención en nuestra historia de una libertad que nos interpela y nos provoca a un continuo cambio y superación de nuestro proyecto humano.

c) Un intento de valoración. Si observamos con más atención estos hechos, parece que no se ha perdido tanto el sentido del pecado cuanto cierto sentido del pecado. Se nota la pérdida del sentido del pecado entendido como transgresión de una prohibición y, por otra parte, el recrudecimiento de una forma de culpabilidad latente que lleva, por ejemplo, al rechazo de la autoridad y de Dios mismo por el miedo -quizá inconsciente- a ser juzgados por él.

Asistimos hoy a la aparición de una nueva dimensión del sentido del pecado según una sensibilidad distinta, como, por ejemplo, el reconocimiento de nuestra responsabilidad colectiva frente al destino de toda la humanidad; y, desde otro punto de vista, a una mayor atención alas exigencias del amor, más importantes y determinantes que las de la ley; existe un énfasis en las obligaciones derivadas de la componente intersubjetiva y social de nuestra existencia.

En conclusión, podemos decir que cierto sentido del pecado va debilitándose, aunque en beneficio de otro más auténtico y más cercano a nuestra cultura. La dificultad que encontramos para obtener una imagen satisfactoria del pecado debería al menos hacernos comprender cuánto trasciende a nuestra inteligencia y a nuestra capacidad de amor lo absoluto del amor y de la santidad de Dios, que debe ser nuestro constante punto de referencia. El sentimiento que entonces tendremos sobre nuestra distancia respecto a este amor será indicio existencial de nuestra condición de pecadores. Los santos son también maestros en este tema.

Es necesaria por ello una clarificación del lenguaje, que nos permita utilizar de forma más precisa los términos "pecado", "culpabilidad" (y "conversión") en los diversos niveles en que tales términos pueden usarse, con el fin de evitar confusiones y no pasar indebidamente del plano de la reflexión teológica a otros planos que, por muy complementarios que sean, deben permanecer distintos de él. Con ello la espiritualidad no hará sino ganar.

2. REFLEXIONES PSICO-SOCIOLÓGICAS

a) Análisis del término "culpabilidad". Examinemos el término tal como se usa en los textos de la literatura penitencial de las diversas culturas y religiones; se trata de un lenguaje simbólico’.

Los símbolos más antiguos hablan de "mancha", de algo que contamina y perjudica al hombre desde el exterior; los bíblicos utilizan términos como: fallar el tiro, seguir un sendero tortuoso, rebelarse, obstinarse, ser infieles como en el adulterio, ser sordos, estar perdidos, errar, ser vacíos y falsos, ser inconstantes como el polvo. Estos símbolos expresan la idea de la relación entre Dios y el hombre, entre el hombre y el hombre y entre el hombre y él mismo. A la idea de la ruptura de esta relación se debe añadir la de una fuerza que domina al hombre y que también es el signo de su debilidad, de su vanidad representada por el soplo y el polvo.

El simbolismo del pecado es, alternativamente, símbolo de algo negativo (ruptura, extrañamiento, ausencia, vanidad) y símbolo de algo positivo (fuerza, posesión, prisión, alienación). La idea de "culpabilidad" representa la forma extrema de interiorización en el paso de la "mancha" al "pecado".

El pecado es ya ruptura de una relación: condición real, objetiva. dimensión ontológica de la existencia. La culpabilidad, además, posee un acento más claramente sugestivo. Su simbolismo describe la conciencia del estar abrumado por un peso que lo envenena. Las metáforas utilizadas son el "peso", la "mordedura" y el "tribunal". Llegamos aquí a un momento particular de la experiencia humana del mal, el más ambiguo.

Por un lado, la conciencia de la culpa marca un progreso claro frente a lo que hemos llamado "pecado"; Mientras el pecado sigue siendo una realidad colectiva, la culpa tiende a individualizarse. En Israel, los profetas del exilio fueron los autores de este proceso (cf Ez 31,34); esta predicación representó una idea liberadora. En una época en que un retorno colectivo del exilio, parangonable al antiguo éxodo de Egipto, parecía algo imposible, se abría un camino personal para la conversión de cada uno; se advierte claramente cómo de la experiencia igualitaria y no cualificada del pecado sale a flote un "carácter gradual" de la culpabilidad: el hombre es entera y radicalmente pecador, pero responsable en diversa medida. La individualización y el aspecto gradual de la culpabilidad indican claramente un progreso respecto al carácter colectivo y no cualificado del pecado.

ESCRÚPULO: Por otro lado se inicia en sentido negativo una patologia específica, en la que el escrúpulo marca el punto muerto. También el escrúpulo tiene un carácter ambiguo. Si, por una parte, la conciencia escrupulosa es una conciencia delicada y meticulosa que se apasiona por una perfección cada vez mayor, por otra, el escrúpulo marca la entrada de la conciencia moral en su condición patológica.

La persona escrupulosa se encierra en el laberinto de los mandamientos; la obligación adquiere un carácter enumerativo y acumulativo, que contrasta con la simplicidad y la sobriedad del mandamiento de amar a Dios y a los hombres. La actitud del escrupuloso lleva a una visión "jurídica" de la acción y a una ritualización casi obsesiva de la vida cotidiana, causa y efecto al mismo tiempo de una perversión del concepto de obediencia; se vuelve a la "esclavitud de la ley", descrita por san Pablo (Rona 7). La culpabilidad revela entonces la maldición de una vida sometida a la ley y la irreversible desgracia descrita por Kafka: la condena se convierte en condenación.

La evolución advertida en el lenguaje nos ha situado ante diversos planos de la culpabilidad: desde un plano primitivo, que podríamos calificar de "inconsciente", instintivo, hasta un plano más reflejo, en el que el hombre se hace responsable del propio mal -situado en el ámbito de su libertad-; hasta un plano "religioso", en el que el hombre percibe su ser pecador frente a Dios; plano este específico del cristiano y del hombre espiritual.

b) Los tres planos de la culpa. Existen tres planos de la culpa, en cada uno de los cuales asumen un significado distinto los términos empleados’.

El plano del instinto. También en el hombre existe una manera de vivir la obligación y la culpabilidad que, aunque esté relacionada con motivaciones intelectuales, se sitúa sustancialmente en el plano del instinto. Esta culpabilidad está determinada por la presión social, que, con sus prohibiciones y sus tabúes, establece una defensa contra el peligro que representa el instinto individual. El pecado o la culpa consiste automáticamente en la materialidad de la transgresión. La contrición será el simple deseo instintivo de escamotear las consecuencias de esta transgresión. La confesión de la culpa y el propósito de la enmienda se queda a nivel del puro rito expiatorio.

El plano moral. Se sitúa a nivel de la realización consciente, libre y autónoma de la persona humana en su estar-en-el-mundo y en su relación intersubjetiva con la persona absoluta que es Dios. La ley de la que el hombre toma así conciencia deja de ser una imposición exterior; es la realización de su propio ser como dato virtual y proyecto que realizar. La conciencia moral no será otra cosa que la conciencia de sí mismo, que actúa como facultad de discernimiento, la cual juzgará ante toda elección libre qué es lo que favorece y qué es lo que se opone a la auténtica realización de sí mismo. A pesar de que no es infalible, el juicio de la conciencia moral se impone incondicionalmente, aun en caso de error de buena fe. La culpa moral consiste en actuar libremente contra el juicio de la propia conciencia. No es ya, por lo tanto, únicamente la materialidad del acto lo que la determina. La sanción de la culpa no es ya una amenaza proveniente del exterior; la culpa moral se castiga ella misma en cuanto mutilación del ser. La contrición consiste en reconocer frente a sí mismo al propio acto como negación de si mismo y en condenar la desviación del propio desarrollo. No es actitud pasiva y resignada, sino estimulo a volver a la verdad del propio devenir auténtico. La confesión sitúa la condena de la propia culpa y el propósito de enmienda en el contexto concreto de un desarrollo comunitario y puede revelarse como medio eficaz para volver a la verdad de las propias acciones.


El plano espiritual cristiano. La realización moral de la persona se efectúa ante todo en el encuentro adulto del otro en el amor. Pero sólo un valor absoluto de amor podría fundamentar una moral de amor universalmente válida, y el encuentro del amor como absoluto nos situaría en un nivel superior: el de la ética religiosa. La ley que determina este encuentro no es ya la simple realización del propio ser, sino la invitación a superar esta realización en orden a una relación interpersonal de amor con la Persona que es el mismo Absoluto. No se trata, como podría parecer a primera vista, de una nueva forma de imposición desde el exterior. En esta relación yo no salgo de mí mismo sino para volverme a encontrar más allá de mis propios limites naturales en una verdadera comunicación con el ser divino; la cumbre se alcanza aquí en la experiencia mística. La conciencia deja de ser un simple juicio lógico o racional para convertirse en comunión entre dos seres que se aman; se hace sentido de lo divino y con naturalidad con Dios en la caridad. El pecado se convierte en este contexto ante todo y sobre todo en infidelidad a un amor; es el hombre mismo en actitud de rechazo del amor divino. La sanción del pecado no es un castigo infligido desde el exterior, sino el sufrimiento de quien rechaza obstinadamente una inextinguible necesidad de amor. La contrición nace del encuentro de dos certezas: la evidencia de la infidelidad, por una parte, y el recuerdo de la misericordia de Dios, que es más grande que nuestro corazón, por otra. La respuesta a la contrición es el perdón, que renueva el amor e integra el mismo pecado en su diálogo. La confesión de la culpa será la señal a través de la cual se reconstruyan el encuentro y el diálogo. La penitencia o reparación encarna, a nivel temporal del desarrollo humano, lo que en el instante creativo del amor está ya plenamente realizado a nivel religioso.

II. El pecado en la reflexión bíblica

¿Qué es lo que tiene que decir la palabra de Dios sobre esta reflexión y sobre esta realidad? La Biblia habla frecuentemente, casi en cada página, de la realidad que nosotros llamamos corrientemente pecado. Los términos con que el AT designa esta realidad son múltiples y se toman, en general, del lenguaje que sirve para explicar las relaciones humanas: falta, iniquidad, rebelión, injusticia, etc.

El judaísmo añadirá el concepto de "deuda", que se utilizará también en el NT. De manera aún más general se presenta al pecador como el que realiza el mal a los ojos de Dios, y al justo se opone normalmente el malvado. Pero es sobre todo en el transcurso de la historia bíblica donde se manifiesta la verdadera naturaleza del pecado, su malicia y sus dimensiones. Ahí se ve cómo esta revelación sobre el hombre es al mismo tiempo una revelación sobre Dios; sobre su amor, al que se opone el pecado, y sobre su misericordia; porque la historia de la salvación no es otra cosa, en definitiva, que la historia de los incansables intentos de Dios creador de arrancar al hombre de la red del pecado.

1. EL PECADO DE LOS ORíGENES - Entre todos los relatos del AT, el de la caída, que sirve de pórtico a la historia de la humanidad, ofrece ya una enseñanza sumamente rica. El pecado de Adán, por encima de un simple acto externo de desobediencia (Gn 3.3), se presenta como la actitud interior de quien pretende suplantar a Dios para decidir sobre el bien y el mal, afirmando frente a Dios la propia autosuficiencia y la negativa a depender de él: "Seréis como dioses. conocedores del bien y del mal" (Gén 3,5). Precisamente porque el hombre fue creado por Dios "a su imagen y semejanza", su relación con Dios no era sólo de dependencia, sino también de amistad. En su actitud de rechazo, el hombre lo considera, por el contrario, como un rival y está celoso de sus privilegios y de su superioridad (Gén 3.4ss). El pecado corrompe en el hombre la imagen de Dios, trastornándola radicalmente; de la de un ser perfecto en sí, que da por pura gratuidad, a la de un ser interesado y necesitado de protegerse contra su criatura.

La ruptura entre el hombre y Dios realizada a iniciativa del hombre, queda  sancionada por el dictamen de la conciencia, que la percibe aun antes de que intervenga el castigo. Adán y Eva se esconden de la vista de Dios (Gen 3 8). La expulsión del paraíso constituirá ún¡camente la ratificación de esta voluntad del hombre.

La ruptura con Dios implica también la ruptura entre los miembros de la comunidad humana: ruptura interpersonal, familiar y social. Al acusarla, Adán se hace insolidario de aquella a la que en un principio había reconocido como "hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gén 2.23). La muerte de Abel (Gén 4.8) y el canto salvaje de Lamec (Gén 4.24) son signos explícitos de este reino de la violencia. La corrupción de la humanidad, que desemboca en el diluvio (Gén 6): el desafío a Dios en la torre de Babel, que trae como consecuencia la incomunicabilidad entre los pueblos (Gén 11), expresan el impresionante crescendo del desbordamiento del mal y sus consecuencias.

Pero desde el principio, la condición del hombre pecador se sitúa bajo el signo de la esperanza. Dios mismo tomará la iniciativa de la reconciliación (Gén 3.15). Esta bondad de Dios, más fuerte que el mal del hombre, se observa ya en acción cuando preserva a Noé y a su familia de la corrupción y del diluvio (Gén 6.5-8) y con él "re-crea" un universo nuevo; pero, sobre todo, en la vocación de Abrahán, donde el proyecto de reconciliación se hace explícito: "Por ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra" (Gén 12.3). 

2. EL PECADO EN LA HISTORIA DE ISRAEL - El pecado, presente en el mundo desde los orígenes de la humanidad, acompaña a toda la historia de Israel. Observemos, para ilustrar este hecho, un episodio característico: la adoración del becerro de oro (Ex 32). Como Dios había hecho a Adán, por iniciativa gratuita, objeto de su benevolencia, lo mismo hizo con Israel, su pueblo. Especialmente toda la historia del éxodo demuestra los hechos con los que mantuvo su palabra. Pero en el momento mismo en que Dios establece alianza con su pueblo y se compromete con el dando a Moisés las "tablas de la alianza" (Ex 31 18), el pueblo pide a Aarón un dios que no esté tan lejano e invisible, hecho a su medida. Un dios que camine con el pueblo allí donde éste quiera llevarlo y no que le ordene al pueblo caminar con él. El pecado consiste también aquí en una negativa a obedecer que más profundamente, es negativa a confiar en Dios y a abandonarse a él, reconociéndolo como el único suficiente, como el único de quien el hombre recibe su existencia y a quien sólo debe servir (Dt 6,15). Aquí está la raíz del pecado en cuanto idolatría, tema este que volverá a ser recordado y destacado especialmente por los profetas.

3. LA ENSEÑANZA DE LOS PROFETAS -Buena parte de la predicación profética consiste en una denuncia del pecado, el pecado de los dirigentes y el pecado del pueblo. De aquí la enumeración de los pecados, que aparece frecuentemente en la literatura profética, ordinariamente ligada al decálogo. Estas enumeraciones se multiplican en la literatura sapiencial.

El pecado se transforma en una realidad muy concreta. El abandono de Yahvé genera violencia, rapiñas, juicios injustos, mentiras, adulterios, perjurios, homicidios y todos los desórdenes sociales. Son significativas a este respecto las confesiones de Is 59,13ss y de Os 4, 2. Quien pretende construir partiendo de sí mismo e independientemente de Dios lo hará normalmente a expensas de los demás, especialmente de los más pequeños y de los más débiles. Así lo demuestra, por ejemplo, el adulterio de David (2 Sam 12).

El pecado del hombre no es solamente oposición a los derechos de Dios, sino también a su corazón. En este sentido la Biblia habla del pecado en cuanto ofensa a Dios. El pecado no hiere a Dios en sí mismo (la revelación se muestra demasiado preocupada en afirmar la trascendencia como para poderlo creer: cf Jer 7,19; Job 55,1 pero lo "hiere" ante todo en la medida en que se dirige contra aquellos que son objeto de su amor. Así Natán reprobará a David el haber despreciado a Dios (2 Sam 12,9ss), y por ello le previene sobre las consecuencias que ha de sufrir. Además, el pecado, al separar al hombre de Dios, única fuente de la vida, se revela de hecho contrario a los designios de amor de Dios (cf. Jer 2,11ss).

Por este motivo, cuanto más profundiza la revelación bíblica en la trascendencia de este amor, más intensamente pone de manifiesto el sentido real en que el pecado del hombre puede ofender a Dios. Esta realidad se expresa a través de las imágenes; por ejemplo, la ingratitud del hijo con un padre que lo ama (Is 57,4), o con una madre que jamás podrá olvidar el fruto de sus entrañas (ls 49,15); o bien la infidelidad de la esposa que se prostituye con el primero que llega, indiferente al amor incansable y fiel de su esposo (Jer 35,7-12; Ez 16,24).

En este estadio de la revelación, el pecado aparece esencialmente como violación de las relaciones personales, como negativa del hombre a dejarse amar por un Dios que sufre por no ser amado, un Dios al que ha hecho vulnerable el amor (misterio de un amor que sólo será totalmente desvelado en el Nuevo Testamento).

Junto al tema del pecado aparece siempre en los profetas el de la conversión: Dios permanece fiel a pesar de la infidelidad del hombre y le invita a volver mientras el hombre es capaz de hacerlo (Os 2,8ss., Ez 14,11).

Dado que el pecado es rechazo del amor, la condición del perdón será la actitud del hombre que vuelve a amar, que renuncia a su voluntad de independencia, que acepta dejarse amar por Dios; en una palabra, que rechaza lo que constituye el fondo mismo del pecado.

Todo esto rebasa las posibilidades humanas; también la conversión es don del Dios que va en busca de la oveja perdida (Ez 34), que da al hombre "un corazón nuevo". "un espíritu nuevo", "su propio espíritu" (Ez 36,26ss). Entonces se realizará la nueva alianza y la ley ya no estará escrita en tablas de piedra, sino en el corazón de los hombres (Jer 31,31ss.).

Por último, el AT anuncia que esta transformación interior se llevará a cabo gracias a la oblación sacrificial de un siervo misterioso, cuya identidad nadie podría haber sospechado antes de la realización de la profecía (ls 42,1ss.).

4. LA ENSEÑANZA DEL NT - El Nuevo Testamento revela que el Siervo venido para librar al hombre del pecado (ls 53,11) es el Hijo de Dios.

a) Desde el comienzo de la catequesis sinóptica. Jesús está con los pecadores para anunciarles la remisión de los pecados (Mc 2,17; Mt 6,12); este anuncio, situado en la línea profética, va acompañado de la predicación de la conversión, que dispone al hombre a recibir el favor divino, a dejarse amar por Dios y acoger "su reino" (Mc 1,15). Por ello, Jesús permanece impotente ante quien rechaza la luz (Mc 3,28s) e imagina que no necesita el perdón, como le ocurre al fariseo (Lc 18,9ss). Por ello también Jesús denuncia el pecado y la falsa justicia de quien se considera en paz con la ley, pero que tiene un corazón malvado (Mc 7,21ss). El discípulo de Jesús no se puede contentar con la justicia de los escribas y los fariseos (Mt 5,20): su justicia se reduce al precepto del amor (Mt 7,12). Pero viendo actuar a su maestro es como el discípulo aprenderá lo que significa amar y lo que es el pecado en cuanto rechazo del amor.

La revelación más sorprendente es la de la misericordia de Dios con los pecadores, expresada por Jesús, tanto a través de la palabra en la línea de la predicación profética (cf en particular Lc 7,38ss; 19.5; Mc 2.15ss; Jn 8,10ss), como -sobre todo- con los hechos: Jesús acoge a los pecadores con la misma bondad que el padre de la parábola (cf Lc 7,38ss; 19.5; Mc 2,15ss; Jn 8,10ss), hasta el punto de escandalizar a los testigos de esta misericordia, porque son incapaces de comprenderla.

b) Característica del Evangelio de Juan es la expresión "pecado del mundo" (Jn 1,29), con la que el evangelista trasciende los pecados particulares e intenta hablar de la realidad misteriosa que los produce: una potencia hostil a Dios y a su reino, con la que Cristo se encuentra enfrentado. Esta hostilidad se manifiesta ante todo, concretamente, en el rechazo de la luz (Jn 3,19-20; 9.11).

Volviendo sobre un tema ya tocado en el Antiguo Testamento (Sab 2,24). Juan atribuye esta obstinación a la influencia de Satanás, a quien está sometido el que comete el pecado (Jn 8,34) y cuyas obras son el homicidio y la mentira (Jn 8.44), que generan el odio contra la luz (3,19), contra la verdad y, consecuentemente, contra Cristo y el Padre (15,22) hasta dar muerte al Hijo de Dios. Frente al pecado del mundo, Jesús se muestra triunfante, ya que no tiene pecado (Jn 8,48), es uno con el Padre (Jn 10,30), pura luz en la que no hay tinieblas (Jn 1,15; 8.12), verdad sin rastro de mentira (Jn 1,4; 8,40), y sobre todo es amor, cuya consumación tiene lugar en la muerte (Jn 15,13). Esta aparente derrota es, en realidad, una victoria sobre el príncipe de este mundo, que no puede nada contra él (Jn 14.3) y que ha sido abatido por él (Jn 12,31). De esta victoria son hechos partícipes también los discípulos de Jesús, convertidos en hijos de Dios por haberlo acogido (Jn 1,12). El cristiano no comete pecado porque ha nacido de Dios (1 Jn 3,9). E incluso si recae en el pecado, Jesús comunicó a los apóstoles el Espíritu, dándoles el poder de "perdonar los pecados" (Jn 20,22ss).

e) La teología del pecado en san Pablo. Pablo distingue el pecado (en griego hamartía) de los actos pecaminosos particulares, a los que denomina con el término griego paraptoma, que significa literalmente caída. San Pablo no quita valor y trascendencia a los actos pecaminosos, como se demuestra en la lista de pecados que aparecen en sus cartas (cf 1 Cor 5,IOss; 6,9ss; 2 Cor 12,20; Gál 5,19-21; Rom 1,29-30; Col 3,5-8; Ef 5,3; 1 Tim 1,9; Tit 3,3; 2 Tim 3,2-5). Mas por encima de estos actos pecaminosos se remonta a su principio; ellos son en el hombre pecador la expresión y la exteriorización de esa fuerza hostil a Dios y a su reino, a la que se refería Juan. El mismo hecho de que Pablo les reserve prácticamente el término de pecado en singular, les da una especial importancia. Pero, sobre todo, se preocupa el Apóstol de describir su origen y sus efectos en cada uno de nosotros, elaborando de esta forma una verdadera teología del pecado.

Presentado como una potencia personificada, hasta el punto de que alguna vez parece confundirse con el personaje de Satanás, el "dios de este mundo" (2 Cor 4,4), el pecado se distingue, no obstante, de él; pertenece al hombre pecador y es interno al mismo. Se da una solidaridad de todos los hombres en el pecado de Adán (Rom 5.12-19), que los pone en condición de muerte. Pero el punto de vista de san Pablo no es, a pesar de ello, pesimista; efectivamente, existe también una solidaridad muy superior, cual es la de toda la humanidad con Jesucristo (Rom 5,15). El pecado de Adán y sus consecuencias se han permitido en cuanto que sobre ellas debe triunfar Cristo. La victoria de Cristo sobre el pecado es para Pablo tan radical como para Juan. El cristiano, muerto al pecado, se hace con Cristo resucitado un ser nuevo (Rom 6,14) y una nueva criatura (2 Cor 5,17).

No obstante puede volver a caer bajo el poder del pecado mientras vive en su cuerpo mortal y doblegarse a sus concupiscencias (Rom 6,2) si se niega a caminar según el Espíritu (Rom 8,5). La victoria sobre el pecado por obra de la sabiduría de Dios se consigue sirviéndose del pecado mismo. También él entra en el plan salvíflco de Dios sobre el género humano: "A todos encerró Dios en la desobediencia para usar de misericordia con todos" (Rom 11.32; Gál 3.22).

Este misterio de la sabiduría divina se revela en el mundo con máxima claridad en la pasión del Hijo de Dios. El Padre entregó al Hijo a la muerte para ponerlo en condiciones de llevar a cabo el acto supremo de obediencia y de amor y realizar así nuestra redención, pasando él el primero desde la condición carnal a la condición espiritual. Para permitirle amar como ningún hombre ha amado jamás, Dios quiso que su Hijo se hiciera vulnerable al pecado del hombre, a fin de que nosotros, gracias a este acto supremo de amor, fuésemos sometidos a los efectos de la potencia vital que es la justicia de Dios (2 Cor 5,21). De esta forma "ordena todas las cosas para bien de los que le aman" (Rom 8.28), incluso el pecado.

III. El pecado en la reflexión teológica

La reflexión teológica ha sometido a constante análisis el tema del pecado y ha intentado colegir su elemento formal y sus aspectos característicos. Nos limitaremos aquí a recordar algunas de las definiciones más notables que resumen sintéticamente los resultados de esta reflexión.

I. EL PECADO COMO VIOLACIÓN DE LA LEY DE Dios - Es célebre la fórmula de san Agustín: "El pecado es una expresión, o un hecho, o cualquier tipo de deseo que se oponga a la ley eterna". Esta definición no se debe leer, sin embargo, en un sentido legalista, sino en la perspectiva de una interpretación personal de la ley. No se trata principalmente de la infracción de una norma, sino de una actitud de oposición a Dios, autor de la ley, incluso cuando ésta está mediatizada por los que participan en la comunidad del poder de orientar los caminos de los hombres. La ley no es sólo una norma impuesta desde el exterior, que frena o limita la libertad humana, sino ante todo, y más radicalmente, una dimensión que estructura al ser humano en sí mismo y que orienta y estimula su desarrollo (S. Th., I-II, y. 106, a. 1). De ahí que violar la ley sea oponerse a la orientación fundamental de la propia persona hacia el bien, al cumplimiento de la misión implícita en la llamada a la vida y manifestada en el conjunto de los acontecimientos a través de los cuales se explicita.

2. EL PECADO COMO OFENSA A Dios - ES una definición que se sitúa en la línea de la reflexión bíblica. Santo Tomás la propone en diversos contextos. La encontramos reafirmada expresamente por Pío XII en la Humani generis (DS 3891). A la luz de la reflexión bíblica, esta definición no se entiende en sentido antropomórfico, lo que podría dar lugar a una interpretación extremadamente restrictiva. Aunque sin excluir la posibilidad de comportamientos que impliquen explícitamente un rechazo de Dios, la ofensa a Dios se concretiza con mucha mayor frecuencia en un comportamiento perjudicial al prójimo y al hombre mismo (S. Tomás, C. Gent., 3, c. 122).

3. LA DIMENSIÓN SOCIAL DEL PECADO -Esta dimensión se pone de manifiesto, no tanto por un contagio de carácter psicológico cuanto debido a la vinculación de solidaridad de todos los hombres entre sí. Cuanto más se disgrega la comunión en Cristo, tanto más aumenta la solidaridad en el mal que manifiesta y consolida el pecado. Esto se evidencia principalmente por la actual forma de vida intensamente socializada, que nos sensibiliza más al aspecto social del pecado y a una mayor corresponsabilidad frente al mal del mundo (conflicto de los egoísmos colectivos, inhumanidad en el ejercicio del poder, destrucción de los recursos naturales...).

4. EL PECADO COMO ALEJAMIENTO DE DIOS Y CONVERSIÓN A LAS CRIATURAS - ES una fórmula que se repite con mucha frecuencia y variedad en las obras de san Agustín. Esta definición sintetiza la realidad del pecado intentando captar la doble dimensión en la que se concretiza: la perspectiva teocéntrica, según la cual el pecado es oposición a Dios y deformación de su obra, y la antropocéntrica, que contempla el pecado como mal del hombre en su plena realidad personal, social y cósmica, como disminución que impide la plenitud humana (GS 13).

Después de hacer estas alusiones bíblicas y teológicas, volvamos a plantearnos las cuestiones más específicas que se derivan del problema del pecado en los tres planos ya antes enunciados: instintivo, moral y espiritual.

IV. Sentido de culpa y pecado

1. EL SENTIMIENTO DE CULPABILIDAD - Podríamos definir el "sentido de culpa" como una sensación dolorosa (vergüenza, miedo, escrúpulo) que acompaña a un acto juzgado como "mal" y cuyas causas no derivan de la conciencia de pecado en sentido teológico, sino de otras experiencias realizadas en el decurso de la propia existencia. Muchas veces el sentido de la culpa va acompañado de sensaciones que contrastan claramente con el espíritu de fe, como el carácter de ineludibilidad hasta la desesperación. Muchas veces los conceptos de pecado y sentido de culpa se identifican indebidamente con términos como remordimiento, miedo del pecado y sentido del pecado.

En relación con el "pecado", entendido en sentido teológico, el sentido de culpa presenta algunas características fácilmente destacables: se impone, por ejemplo, sólo para algunos pecados privilegiados, con variables intensas de tipo histórico y cultural: además, puede variar, ya sea por su objeto como por su intensidad, de sujeto a sujeto.

Así hay algunos que son mucho más susceptibles que otros -incluso culpabilizados en la misma dirección- al sentida de culpa que puede suscitar una determinada acción. En lugar de tener una función preventiva del pecado, en los sujetos muy culpabilizados el sentido de culpa se vive como tal y produce un sufrimiento y una vergüenza llevados al extremo, a la exageración del pecado cometido, a la exasperación de intentos de reparación y a la intensificación de las demandas de perdón. Es posible encontrar personas muy culpabilizadas en un determinado sector de la moral, mientras que carecen casi por completo de escrúpulos en los demás sectores.

Si analizamos el sentido de culpa bajo una perspectiva más marcadamente psicológica y recordamos su origen, el sentimiento de culpabilidad proviene y se constituye por la interacción entre un sujeto, por una parte, y el conjunto de las relaciones sociales, por otra. No nace con el sujeto, sino que se forma a lo largo de la vida como respuesta automática a las exigencias, a las prohibiciones y a las solicitaciones del ambiente. El sentido de culpa no puede estar ligado a un suceso particular ni a un estadio preciso del desarrollo afectivo. La culpabilidad representa, junto con la inseguridad, la característica de toda angustia. La angustia es siempre el miedo a una pérdida real o imaginaria. Se vive en diversos estadios: la angustia del nacimiento, del destete, el miedo de la castración (al descubrir al padre) y el miedo de la muerte.

A través de todas las frustraciones padecidas por nuestra exigencia de amor a los padres, cuando esta frustración se percibe como algo merecido, se construye nuestra culpabilidad. No es a través de un trauma solo, sino a través de todo un conjunto de actitudes, de preguntas y respuestas, de rechazos y frustraciones, como nace el carácter conflictivo de todo encuentro, de donde se generan la angustia y la culpabilidad. Estas afectan a nuestra necesidad más fundamental, que es la de amar y ser amados y reconocidos como dotados de valor.

2. CONFRONTACIÓN DEL ANÁLISIS DE LACULPABILIDAD CON LA EXPERIENCIA HUMANA Y CRISTIANA DEL PECADO - Sentido del pecado y sentido de culpa son dos realidades claramente distintas, en el sentido de que el uno deriva de una vida de fe y el otro proviene del contexto psicosocial del sujeto.

El sentido del pecado se puede definir como un acto de comprensión por haber realizado (o querer realizar) una falsa absolutización de aspectos propios creaturales, apartándose de Dios como único fin verdadero en sentido absoluto. Este sentido del pecado no se reduce a un simple acto racional, sino que constituye un "sentir" efectivo, filtrado del entero sujeto viviente, de fallar en la propia orientación de fondo. En todo caso, este sentimiento será genuino en la medida en que tenga su origen y sea alimentado por la conciencia teológica, es decir, por la vida auténticamente orientada según la fe. Se puede hablar del sentido del pecado en la medida en que entran en juego motivos fundados en la revelación de Dios al hombre: lo demás es extraño al ámbito de la fe y, por tanto, se diagnostica y se cura mediante la obra organizadora del hombre.

Es de advertir que una característica fundamental de la revelación cristiana del pecado es la del amor de Dios y su perdón. Todo sentimiento de desesperación y de miedo después del pecado no estará dictado consecuentemente por la fe y deberá ser curado mediante otras terapias.

El sentido de culpabilidad aparece como una realidad ambivalente; es un elemento negativo cuando asume formas patológicas que llevan al sujeto a enclaustrarse en sí mismo en una actitud de angustia, de resignación y de pasividad. Pero se convierte en algo positivo cuando el dolor experimentado estimula al sujeto a salir de su situación, partiendo de motivaciones dictadas por el conocimiento de la razón e inscritas en el contexto del desarrollo global de toda la persona.

Esta reflexión de tipo psicológico nos proporciona el enlace y el pase lógico al plano moral, no en el sentido de una ruptura, sino en el de una continuidad; lo mismo que el plano moral, realmente totalizante en el nivel que le es propio, será un momento que debe integrarse en la visión de la fe, que para un cristiano es el único que puede resultar totalizante de manera última y definitiva.

 

V. El pecado en el plano moral

El plano moral se distingue del puramente instintivo y psíquico, como hemos advertido anteriormente, en cuanto lugar de la realización consciente, libre y autónoma de la persona humana en su estar-en-el-mundo y en su realización intersubjetiva con la Persona absoluta, Dios. Pero es precisamente esta dimensión de la libertad, fuera de la cual queda privado de sentido todo discurso moral -y toda responsabilidad frente al mal cometido-, lo que hoy día se pone más que nunca en tela de juicio, hasta el punto de plantearse el problema de si todavía puede hablarse lícitamente de mal y culpa cometida por el hombre.

En este problema, junto con la relación entre libertad y ley, nos detendremos un poco, ya que esto nos llevará a afrontar la cuestión de extrema actualidad sobre la objetividad o no de la norma moral. La norma moral abstracta, que impone al hombre lo que debe hacer para satisfacer las exigencias de la ley divina y humana, ¿se dirige al hombre real o se dirige a un hombre idealizado? ¿No reclama quizá una madurez que por definición es irrealizable, de la cual no participan el sujeto y la humanidad sino de una forma aproximativa y analógica? Teniendo en cuenta otra vez los datos de la psicología, por un lado, y las conquistas del pensamiento teológico, por otro, intentaremos encuadrar los términos de esta cuestión.

1. MORAL Y LIBERTAD - "En un primer paso de reflexión afirmo que sentar la libertad es tanto como asumir el origen del mal. Mediante esta proposición afirmo que hay un nexo entre mal y libertad tan estrecho que ambos términos se implican mutuamente. El mal tiene sentido como mal precisamente porque es obra de la libertad. La libertad tiene sentido como tal libertad, porque es capaz de realizar el mal. En virtud de este hecho real rechazo la escapatoria de pretender que el mal existe a la manera de una sustancia o una naturaleza, que existe igual que las cosas susceptibles de caer bajo la observación de un espectador situado fuera. Esta pretensión se encuentra no sólo en las fantasías metafísicas, tales como aquellas a las que hubo de enfrentarse Agustín, el maniqueísmo y todas las metafísicas que conciben el mal como una entidad. Esta pretensión puede adoptar una apariencia positiva, incluso científica, bajo la forma del determinismo psicológico o sociológico. Asumir la causa del mal en sí mismo es tanto como desechar la claudicación de pretender que el mal es algo, una realidad vigente en el mundo de las cosas susceptibles de ser observadas, lo mismo si estas cosas se entienden en sentido físico que si se sitúan en el orden psíquico o en el de las realidades sociales. Afirmo que soy yo quien ha actuado. Ego sum qui feci. No hay ningún ser-mal; sólo existe el mal que yo he hecho. Asumir el mal es un acto de lenguaje comparable a la palabra eficaz, en el sentido de que es un lenguaje que realiza algo, es decir, que carga sobre sí la responsabilidad de una acción".

"Dije antes que la relación era recíproca; ciertamente, si la libertad cualificaba el mal como un actuar, el mal, por su parte, pone de manifiesto la libertad. ¿Qué quiere decir realmente eso de que se me imputan mis propios actos? Significa, ante todo, asumir las consecuencias de aquellos actos para el futuro, es decir, que quien hizo es también quien deberá admitir la falta, reparar los daños, soportar la censura. En otras palabras: que me ofrezco como portador de la sanción. Admito entrar en la dialéctica de la alabanza y la censura. Pero al afrontar las consecuencias de mi acción, me sitúo en un momento anterior a mi acto y me señalo a mí mismo no sólo como el que realizó tal acción, sino como quien pudo actuar de otra manera. Esta convicción de haber obrado libremente no es asunto que pueda ser objeto de observación. Se trata también de una actitud eficiente: me declaro, después de lo hecho, como quien pudo actuar de manera diferente. Este `después de lo hecho’ señala la contrapartida del asumir las consecuencias. Quien carga con las consecuencias se declara libre y pone de manifiesto esta libertad como activa ya en la acción, porque es incriminado. En este momento puedo afirmar que soy yo quien ha llevado a cabo esa acción. Este paso del estar frente al situarse detrás de la responsabilidad es algo esencial, pues constituye la identidad del sujeto moral a través del pasado, el presente y el futuro. Quien habrá de cargar con la censura es el mismo que ahora asume la acción, porque es el que actuó. Afirmo la identidad de quien asume las futuras responsabilidades de su acción y de quien actuó. Y ambas dimensiones, futuro y pasado, se ligan en el presente. El futuro de la sanción y el pasado de la acción cometida se unen en el presente de la confesión".

"Tal es la primera etapa de reflexión en la experiencia del mal; la instauración recíproca de la significación de libre y de mal es una realización específica: la confesión".

De esta premisa, citada íntegramente por su claridad y lucidez, podemos deducir que aceptar la libertad humana en su dimensión histórica significa admitir la eventualidad de la culpa. Rechazar la existencia y la gravedad de la culpa moral significa menospreciar el cometido de la libertad humana como capacidad real de opción fundamental y reducir el mal a la condición objetiva de infelicidad, extraña a la propia voluntad, en que se encuentra el hombre.

 El hombre es un "ser de deseo"’ caracterizado por la insatisfacción y orientado, por lo tanto, a un fin totalizante, que puede estar indicado por el nombre de vida, plenitud o felicidad. Toda realización inmediata, y, por lo tanto parcial, de felicidad, contiene en sí misma la experiencia de la insatisfacción, la necesidad de ir más allá. Así, después de todo encuentro, el retorno de cada cual a su propia soledad hace emerger de nuevo el conflicto que está dentro de nosotros mismos y nos remite a la constatación de lo imperfecto de nuestra personalidad y de la comunión en el amor.

La condición humana es un entramado de deseo de felicidad, de comprobación de la propia fragilidad y de amenaza de infidelidad. El deseo de la felicidad se ve siempre multiplicado y reavivado por el desafío que presenta a la infidelidad. La infidelidad está fundamentalmente determinada por la finitud, que representa un obstáculo para nuestra necesidad de plenitud y de absoluto dondequiera que se lo identifique.

La culpa moral no puede identificarse con la finitud, sino que añade la intervención de la voluntad; el hombre es culpable cuando se satisface con su propia finitud y la transforma en un fin totalizante y en suficiencia, lo cual equivale de hecho a negarla en cuanto finitud.

En el plano ético se podrá decir entonces que se es culpable cuando el objeto inmediato del deseo (finito en cuanto tal) viene a ser absolutizado, perdiendo de vista el fin absoluto en su trascendencia. Es, por lo tanto, la "tematización del deseo de absoluto en objetos finitos, con la consiguiente negación de la visión totalizante implicada en este deseo".

Reducir el mal del hombre a la propia infelicidad, situándolo fuera del ámbito del propio querer, significaría negar toda la dimensión ética que surge del encuentro y del reconocimiento -como otros tantos elementos originales e irreducibles- de la acción, de la libertad y de la tendencia a la perfección, con su aspecto negativo, aportado por la culpabilidad objetiva.

 El hombre es "libertad en situación".

La afirmación de la existencia y del valor de la libertad humana no puede eludir una confrontación con todas las formas de condicionamiento individual y social que nos afectan de hecho y que nos hacen definir la libertad del hombre como una libertad en situación. Ya la moral clásica y el mismo derecho canónico han reconocido siempre los límites de la libertad humana: se distinguían los impedimentos "intrínsecos" al sujeto (la ignorancia, la concupiscencia y el hábito) de los impedimentos "extrínsecos" (la violencia fisica y moral, el temor, el engaño y la extorsión).

Estas posiciones experimentan una puesta al día. En efecto, toman como punto de partida el presupuesto de que la libertad humana es una facultad de decisión perfectamente autónoma y que sólo unos factores accidentales -siempre excepcionales, aunque bastante frecuentes- pueden impedir momentáneamente su ejercicio. La imagen del hombre tal como nos la presenta la antropología contemporánea es bastante diversa. Se mira la libertad humana como una libertad situada; la dialéctica de la libertad y del determinismo es, por lo tanto, inherente a todo acto humano. Y únicamente mediante esta dialéctica la acción libre se transforma en acción verdaderamente humana.

Parece, por otro lado, que la ciencia actual encuentra mayor dificultad en salvaguardar, en el marco de este debate, el aspecto específico de la libertad que en subrayar todas las servidumbres que gravan sobre el obrar humano. Estas pueden agruparse en tres causas principales: factores de orden biológico, social y psicológico.

Bajo el perfil biológico, la moral clásica consideraba de una forma casi exclusiva los factores hereditarios. Pero hoy día los descubrimientos recientes de la neurocirugía, de la endocrinología -con las mutaciones que estos tratamientos implican para la personalidad-, así como las consecuencias del uso de diversos excitantes, narcóticos y tranquilizantes, ponen de manifiesto más vivamente la influencia profunda que los factores biológicos pueden ejercer sobre el psiquismo y sobre la libertad de conciencia. El equilibrio del hombre y su sistema nervioso se han vuelto mucho más inestables a causa de la necesidad de adaptarse a situaciones nuevas, impuestas por el ritmo de la vida y del trabajo, por las responsabilidades sociales, por el fenómeno de la robotización del hombre creado por una sociedad supertecnificada.

Por lo que respecta a las influencias sociales, la moral clásica aplicaba conceptos más bien superados, como los de respeto humano, miedo y vergüenza. Hoy día se prefiere subrayar las presiones ejercidas por la mentalidad común (propaganda, publicidad, presión ideológica, desinformación); la influencia de las relaciones afectivas vividas en varios niveles de la integración social, que ha llevado a algunos sociólogos a definir la conciencia moral como la facultad de adaptación instintiva de la persona a las exigencias del grupo; la misma estructura burocratizante y robotizante del Estado moderno y la despersonalización social unida a la reducción al anonimato.

En el sector de las influencias psicológicas, la moral clásica hablaba de tiranía del hábito y de servidumbre a las pasiones. Hoy día son los datos de la psicología profunda los que motivan la verdadera naturaleza de los vínculos que ligan al hombre a su pasado y se remontan al origen, hasta su primera infancia e incluso a la misma existencia intrauterina. Tan sólo mencionaremos este factor, cuyo análisis nos llevaría muy lejos.

Advirtamos, en particular, el problema de las motivaciones inconscientes, que escapan por completo a la conciencia clara del sujeto y son determinantes en actos que el sujeto por su parte considera perfectamente normales, lúcidos y libres. Se trata de las consecuencias provocadas por traumas súbitos en el decurso del crecimiento y del desarrollo psíquico, bajo la influencia de un cierto tipo de educación, y que llevan a la formación de complejos neuróticos y a un proceso de infantilización que suele darse con bastante frecuencia incluso en una vida consciente y adulta aparentemente equilibrada.

Las causas de este proceso de infantilización son múltiples, como la dislocación de la familia: la ausencia casi completa de la imagen paterna en la educación, que orienta rápidamente hacia un matriarcado pedagógico; la educación establecida sobre el modelo del hijo único; la precocidad de la crisis de la pubertad, que cada vez más hace resaltar la diferencia entre madurez física y espiritual; la incertidumbre de una época que no posee ya un ideal de humanidad válido y universalmente aceptado; el carácter superficial de nuestra civilización.

A la luz de estas sencillas consideraciones, pasando del plano teórico, del que habíamos partido al citar a Ricoeur, al plano práctico, se puede deducir, por tanto, que el hombre no siempre hace lo que piensa hacer y que hay expresiones como "sabía bien lo que hacía", "lo he hecho a propósito", que no siempre representan una escala válida para medir el verdadero grado de libertad de los actos propios. Pero entonces, ¿se puede todavía hablar en realidad de pecado?

Especialmente la noción de pecado mortal conectada con la idea de plena advertencia y consentimiento deliberado, ¿no resulta sumamente problemática? Lo que nosotros llamamos pecado, ¿no puede ser tal vez el efecto de cuanto hay en nosotros de inmadurez, inadaptación social, incapacidad de asumir plenamente nuestro pasado, de todo cuanto queda en nosotros a nivel de instinto, y no puede ser, por tanto, imputado a nuestro libre albedrío? El pecador no sería entonces un culpable, sino un enfermo o un ser que todavía no ha llegado a su madurez.

El hecho de que se le considere demasiado frecuentemente como culpable y como tal se le condene sería una señal de que la sociedad y la Iglesia, que toman esta actitud respecto a él, no han llegado a una madurez suficiente y han quedado prisioneras del infantilismo propio de una moral instintiva.

Después de haber bosquejado de forma sumaria los términos del problema, indicaremos a continuación algunas pistas para su solución.

2. OPCIÓN FUNDAMENTAL Y ELECCIÓN OBJETIVA - La elección del obrar humano se convierte en una elección realmente libre cuando hunde sus raíces en los estratos más profundos del ser. Se deben distinguir las elecciones entre una multiplicidad de objetos particulares (que pueden estar también determinadas por el instinto), de la elección relacionada con el conjunto de la existencia, que afecta al significado de la existencia misma y en la cual la persona entera se compromete incondicionalmente. A esta última le damos el nombre de "opción fundamental".

Los términos de la elección son o la apertura de sí mismo, acogiendo una evolución a cualquier precio, o el repliegue sobre sí mismo, rechazando el riesgo y, por lo tanto, la realización propia.

La opción fundamental, al encarnarse en la realidad de la historia, deberá establecer el contacto con el dato psicofísico y asumir consecuentemente todos los determinismos que condicionan su ejercicio y, al asumirlos, comprometerlos libremente en nuevos riesgos. La elección objetiva continua que implica esta encarnación será una elección verdaderamente libre tan sólo en la medida en que participe de la libertad de la opción fundamental. Solamente este grado de participación permitirá definir cada una de las acciones individuales como buenas o pecaminosas desde el punto de vista moral o religioso.

Advirtamos también, desde el punto de vista psicológico, que el sufrimiento que experimenta el hombre a causa de su impotencia para realizarse deriva propiamente del hecho de que el condicionamiento de sus complejos choca con una realidad opuesta, que no puede ser sino la libertad creadora, la cual, a su vez, le hace consciente de la impotencia en cuanto tal. Toda psicoterapia consiste, por otra parte, en buscar el modo de ofrecer a la opción libre la posibilidad de abrirse camino a través de las redes de los determinismos que tienden a sofocarla.

Planteado en términos puramente abstractos, el problema de la libertad continuará siendo simplemente objeto de discusión, sin posibilidad de llegar a una respuesta exhaustiva. La solución verdadera se podrá encontrar únicamente en la práctica, ya que la duda sobre la existencia de la libertad nos lleva a caer en la cuenta de que esta libertad está por construir. La libertad no es inmediata, sino mediata; no es fuente, sino un compromiso: el compromiso de hacerse más libre.

Llevar al hombre a una mayor libertad, tal es la tarea esencial y permanente. Descargar al hombre de su propia responsabilidad significaría privarle de su posibilidad de actuar, de transformarse y de progresar. Dar al hombre el sentimiento de la propia responsabilidad significa, por el contrario, permitirle que supere su propio pasado y que evolucione, que se abra al futuro en una perspectiva de mayor reconciliación. Este es también el significado más auténtico del reconocimiento y de la confesión de la propia culpa, no en el sentido negativo que hemos descrito al hablar del sentimiento de culpabilidad, sino en el sentido positivo y estimulante del término.

VI. La dimensión espiritual, el diálogo en el amor

Hemos definido el plano espiritual cristiano como el lugar del encuentro del hombre con el Amor absoluto, que fundamenta una moral de amor universalmente válida y que es el lugar del encuentro con Dios, el único Absoluto con el que todas las cosas deben relacionarse y por el cual se vivenciarán todas las cosas. Y ya hemos advertido que en este punto se distingue claramente el pecado en el sentido religioso del término de las diversas manifestaciones del sentimiento de culpabilidad. Aquí reasumiremos los dos puntos en los que nos habíamos detenido en el plano ético, para establecer el grado de posible culpabilidad responsable en el hombre: la libertad y la ley.

1. EL PECADO COMO FRACASO DE LA LIBERTAD HUMANA - Hemos observado en el plano ético que la culpa no puede reducirse al límite connatural del hombre mismo, sino que se produce cuando el objeto inmediato del deseo, en su calidad de finito, viene a ser absolutizado perdiendo de vista el fin absoluta en su trascendencia.

Ahora bien, a los ojos de la fe, este Absoluto existe positiva y realmente y se revela como una Presencia personal que puede ser interpelada y llamada por su nombre. La acción buena del hombre en relación viva con Dios tiene, por tanto, a Dios como fin último y como fuente primigenia.

Pecar no significa orientar el acto humano hacia una nada -como si ésta existiera de manera positiva y distinta de Dios-, sino privar al acto humano de su trascendencia en relación con Dios. Consecuentemente, el pecado afecta también al tenor mismo del acto realizado; no en la materialidad de su ejecución, sino en el modo en que el sujeto lo vive psicológica y espiritualmente.

Además de un no a Dios, el pecado es también un no al hombre; es el fracaso del deseo que se repliega en su propia potencia limitada y fracasa lógicamente en cuanto libertad. Esta actitud de rechazo es lo que define al pecado mortal.

Podemos volver a considerar brevemente aquí la distinción clásica entre pecado mortal y pecado venial para ponerla en su justa perspectiva. La moral clásica puso sobre todo el acento en la materialidad del acto, tomando como criterio casi único la clasificación de los pecados. Como reacción a esta postura, la reflexión contemporánea tiende a valorar los factores de situación y las exigencias de un compromiso proporcionado de la libertad en tal medida que casi ninguna situación humana puede realizarlos de hecho. Refiriéndonos a cuanto hemos dicho con relación a la libertad en el plano ético, podemos afirmar que la gravedad de un acto depende de su grado de participación en la opción fundamental. El pecado mortal estará limitado claramente a las elecciones determinantes, a los momentos de decisión en los que el hombre decide quizá todo el resto de su vida.

Por difícil de justificar y de explicar que resulte, la diferencia entre pecado mortal y pecado venial está, por lo tanto, implícitamente presente en toda definición de pecado. El pecado venial no es tal sino por analogía, en cuanto que realiza de manera imperfecta la intencionalidad y los efectos del pecado mortal. A este último tan sólo, bajo el punto de vista ético, se aplica la definición dada de tematización del deseo de lo absoluto en objetos finitos y, desde el punto de vista teológico, la defiinición de "acto a través del cual el hombre sitúa en un bien limitado el sentido último de su vida, reivindicando su propia autonomía frente a Dios".

Con su diverso grado de gravedad, el pecado constituye siempre la prueba de la libertad, es decir, el suceso crítico en el que ella mide el precio de sus elecciones anteriores, descubre su falibilidad, pero también en ello se revela como libertad humana.

2. LA DIMENSIÓN DE LA ESPERANZA - El discurso espiritual acerca de la libertad se distingue del puramente ético, porque reclama de nosotros que pensemos en la libertad bajo el signo de la esperanza. Por eso, si existe un modo específicamente espiritual de hablar del mal, es hablar según el lenguaje de la esperanza. En el lenguaje evangélico, considerar la libertad a la luz de la esperanza significa replantear la existencia en el movimiento que, con Moltmann, podría definirse como el futuro de la resurrección de Cristo. Esta fórmula kerigmática podría ser designada con la expresión de Kieckegaard "pasión por lo posible", que revela, en contraposición con cualquier tipo de abandono al presente y sumisión a la necesidad, la impronta de la promesa de la libertad. La libertad confiada al Dios que viene se abre a la nueva situación radical; es la imaginación creadora de lo posible.

La libertad a la luz de la esperanza es una libertad que se afirma a pesar de la muerte y a pesar de todos los signos de la muerte. Es libertad para la negación de la muerte, libertad para descifrar los símbolos de la resurrección bajo la apariencia contraria de la muerte. Más fundamental que la categoría del "a pesar de" es la categoría del "con mayor razón" de san Pablo (Rom 5,15.17): "Pero no como fue el delito fue el don; porque si debido al delito de uno solo todos murieron, ¡mucho más la gracia de Dios y el don por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, sobreabundó en todos!... Si debido al delito de uno solo la muerte reinó por conducto de este solo, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por medio de uno solo, ¡Jesucristo!".

Es en esta dimensión donde la libertad se percata de sí misma, se conoce a sí misma y quiere pertenecer a esta economía de la sobreabundancia. Desde este punto de partida se puede iniciar un discurso ético y teológico sobre el mal.

El lenguaje espiritual, a diferencia del lenguaje ético. sitúa al mal delante de Dios (cf Sal 50, "confesión del pecado"). Puesto en la presencia de Dios, el mal es reintroducido en el movimiento de la promesa. El arrepentimiento, dirigido esencialmente al futuro, queda ya apartado del remordimiento, que es reflexión referida al pasado.

Colocada en presencia de Dios, la conciencia del mal cambia también totalmente de contenido. Corresponde menos a la transgresión de una ley que a la pretensión del hombre de constituirse en árbitro de su propia vida.

En el plano puramente ético, la voluntad puede ser definida por la relación entre libre arbitrio y ley. En realidad, la voluntad se constituye más fundamentalmente por un deseo de plenitud y de cumplimiento.

El verdadero mal, el mal de los males, se revela en falsas síntesis, es decir, en las falsificaciones actuales de los grandes intentos de totalización de la experiencia cultural. Es la mentira de las síntesis prematuras, de las totalizaciones violentas. Por ello debemos tener el valor de incorporar el mal a la ética de la esperanza.

Mientras el moralista establece contraste entre el predicado del mal y el predicado del bien y todo lo atribuye a la libertad, reconociendo en ella su origen, la fe mira más allá; su problema no es tanto el del origen cuanto el del fin del mal. La fe es incorporada -como ya se ha recordado en la reflexión bíblica- con los profetas en la economía de la promesa, con Jesús en la predicación del Dios que viene, con Pablo en la ley de la sobreabundancia. Por esta razón la visión de la fe sobre los hechos y sobre los hombres es esencialmente optimista y benévola.

VII. Conclusiones

Partiendo de un análisis del concepto de pecado, hemos abordado problemas muy diversos, de orden psicológico, filosófico, teológico y espiritual; pero el hombre, el pecador, es todo esto y resulta imposible mantener una distinción clara entre los diversos aspectos que se compenetran y se superponen en él. Negarse a hacerlo hubiera sido situarse fuera del dinamismo de lo real.

Sin embargo, da la impresión de que se pueden destacar algunas "constantes", que ayudan a desarrollar de forma más positiva el concepto que tenemos del pecado. Así sería posible responder a la pregunta sobre la desaparición del sentido del pecado afirmando que si ha desaparecido un cierto sentido del pecado, esto no es absolutamente malo en la medida en que se crea en los hombres una conciencia nueva y más auténtica del pecado. Lo que importa es captar el modo como nuestra época expresa su experiencia espiritual e intentar discernir, en la multiplicidad del lenguaje de la hora presente y por la constante referencia a la palabra de Dios, cuál es el nuevo y más auténtico sentido del pecado.

Ya podemos resumir brevemente en tres direcciones las constantes que hemos encontrado en diversos planos de la actual investigación y que nos parecen sintetizar las líneas principales de la conciencia que el hombre y el cristiano de hoy tienen del pecado y de su ser pecador.

1. EL REDESCUBRIMIENTO DE LA DIMENSIÓN INTERPERSONAL DEL PECADO - El análisis de la formación del sentido de la culpa nos ha demostrado ya, en el plano de los instintos, que este sentido de culpa nace en el niño a consecuencia de una privación de amor, del rechazo de la agresividad frente a la figura materna y paterna, con el sentimiento de la angustia que de ahí se deriva. Pese a que todavía nos encontremos a un nivel por lo general inconsciente, se ve que precisamente la falta de realización de una relación humana de vital importancia es lo que culpabiliza al individuo.

Esto se ha visto con mayor claridad en el plano moral, al describir la culpa como el repliegue del hombre sobre sí mismo que le impide una plena realización humana, ya que ésta presupone la apertura al diálogo con los demás y al reconocimiento de otro ser como fin último y totalizante.

A nivel religioso, donde el reconocimiento de otro es reconocimiento y comunión en el amor con "el Otro", el pecado asume, en la línea de la revelación bíblica y de la tradición teológica más auténtica, un significado de ruptura de una relación de alianza con Aquel que nos ha amado el primero y que es la fuente del amor con que amamos a los demás hombres, hermanos nuestros.

Más cercanos a los datos ofrecidos por el análisis del término culpabilidad que a una correcta interpretación bíblica y, en particular, a la mentalidad evangélica, nos hemos acostumbrado a considerar el pecado como una cosa, una mancha que comporta una sanción y que debe ser cancelada mediante formas expiatorias. Lo que ahora se nos exige se encuentra en el sentido de una concepción más claramente personalista, en la que debemos sentirnos responsables hasta el fondo, como seres libres. Pecadores por ser ingratos, por el rechazo más o menos total del Amor, de Dios y del prójimo: la lección de los santos.

2. SUPERACIÓN DE UNA VISIÓN FATALISTA DEL PECADO - Mirar la realidad del pecado en términos personalistas significa rechazar una visión fatalista, que lleva al miedo o a la resignación. El pecado no es una realidad extraña al hombre, sino que es el hombre mismo realizando opciones equivocadas, cuya responsabilidad y cuyas consecuencias debe poder asumir. Realidad iluminada claramente en el plano ético, pero presente también en toda la reflexión bíblica. Tampoco el "pecado del mundo", del que habla san Juan, o la hamartía, de que habla san Pablo, deben entenderse en el sentido de una ontologización del mal.

Este reconocimiento de la libertad del hombre frente a su mal (a pesar de los condicionamientos que la limitan), si bien, por una parte, agrava la responsabilidad del pecador, por otra lo libera del temor. Efectivamente, si el mal no es una fatalidad ineludible (casi una condición de condena a la que nadie puede sustraerse), sino el fruto de una opción que no es definitiva, queda abierta la dimensión de la esperanza, que se realiza en el plano ético al reconciliarse consigo mismo y con los demás, y en el plano cristiano se concretiza en la misericordia de Dios y en su perdón.

3. SUPERACIÓN DE UNA VISIÓN LEGALISTA PARA UNA CORRECTA INTERPRETACIÓN DEL VALOR DE LA NORMA - Encuadrar el pecado en el contexto de la libertad y de la responsabilidad del hombre frente a sí mismo, a los demás y a Dios significa que esta realidad no puede definirse de manera simplista por la relación con la ley, como una cierta educación nos ha inducido a creer durante mucho tiempo.

La reflexión bíblica y teológica nos ha recordado que el mismo concepto del pecado entendido como desobediencia no se contempla desde una óptica legalista: la desobediencia es tal ante todo en relación con la persona que es autor de la misma y con el valor que ésta expresa. Ya en el plano de los instintos se advierte que el aspecto negativo del superyó en cuanto instancia de prohibición no se separa del positivo de la identificación con la figura paterna. La ley no queda entonces vaciada de su contenido, sino que se contempla en su justa perspectiva; no es un fin, sino un medio; y por ello no es absoluta, sino relativa; relativa a los valores absolutos que ella expresa, traduciéndolos e interpretándolos en las situaciones históricas y humanas concretas.

De la fidelidad casi idolátrica a la letra de la ley -la divina y la natural- se pasa a la fidelidad a su espíritu, a su verdadera finalidad, que es conducir al hombre a una comunión más plena con Dios en el plano espiritual y a una realización más plena de la propia persona en el plano ético. El bien y el mal serán entonces determinados por la orientación fundamental del hombre, que se abre o se cierra a estos valores, como nos ha permitido verlo la reflexión sobre la "opción fundamental" en el ámbito en que se encuentra en situación de adoptar opciones verdaderamente libres; de abrir y cerrar los ojos a la luz, usando la imagen del evangelio de san Juan. Es fácil comprender que, sin caer en los excesos de la doctrina moral que sustituye de manera pura y simple la norma por la situación, se revisa decididamente la mentalidad preceptivista de la moral tradicional, que consideraba posible catalogar y dar soluciones prefabricadas a todas las soluciones hipotéticas en que una persona pudiera encontrarse.

Se denuncia asimismo la posición de quienes, en base a un criterio puramente exterior y jurídico, se sienten tentados a ver al hombre caer en pecado mortal casi a cada paso. Esta reflexión debería llevarnos a una concepción más serena, aunque intensamente responsabilizadora, de nuestras relaciones con Dios. Pecador es quien rechaza a Dios y su voluntad de amor, que se nos da a conocer en la norma.

4. EL PECADO EN LA DIMENSIÓN DE LA ESPERANZA - La conclusión más importante a que se llega partiendo de las reflexiones precedentes es la de la esperanza a que queda abierto el pecador. Desde el punto de vista específicamente cristiano, podemos decir que tiene sentido hablar del pecado, porque esto lleva a hablar del perdón y de la misericordia del Padre (conversión). Eso es lo que se descubre a cada paso en la reflexión bíblica y lo que se echa de ver también en el plano instintivo y en el plano ético al hablar del valor positivo del sentido de culpa como estimulo para reconstruir cuanto ha dañado el mal cometido, de la exigencia de restauración de la propia persona y del encuentro con los demás como componente esencial de todo reconocimiento y confesión de la culpa moral.

Pero nos parece característico de la experiencia cristiana del pecado el hecho de no ser descubierto sino como consecuencia y en el seno del perdón divino recibido. Es la toma de conciencia del amor de Dios como misericordia y perdón recibidos lo que debe siempre preceder e incluir en su dinamismo la manifestación del pecado y su confesión por parte del pecador.

Por lo demás, éste es el modo como Jesús se acerca a los pecadores, ofreciéndoles la posibilidad de la curación y de la salvación, sin partir, por el contrario, de una reprobación por su pecado. De esta forma la percepción del pecado no es humillante y envilecedora, sino fuente de alegría y de libertad.

La visión cristiana del pecado se refleja en una palabra que lo denuncia al mismo tiempo que lo suprime: el perdón. Así, trascendiendo toda visión puramente humana, el pecado aparece en toda su originalidad como compromiso para la conversión y compromiso con el misterio de la misericordia divina, como oferta de recuperación propuesta constantemente a nuestra libertad; una libertad de pecadores que "se dejan reconciliar" (2 Cor 5,20).

O. Bernasconi
Nuevo Diccionario de Espiritualidad
Paulinas, 1983, págs. 1104-1120

 

 

 

Cuarto Mandamiento

Cuarto Mandamiento

EL CUARTO MANDAMIENTO

Mc 7, 1-13

 

Bendiciones de Dios a quien cumpla este mandamiento.

  • La promesa de una larga vida.
  • El “dulcísimo precepto”

 

En el Evangelio de San Marcos (Mc 7, 1-13) Nuestro Señor declara el verdadero alcance del cuarto Mandamiento del decálogo frente a las explicaciones erróneas de la casuística de escribas y fariseos. El mismo Dios, por boca de Moisés, había dicho: “Honra a tu padre y a tu madre, y quien maldiga al padre o a la madre, será reo de muerte”                                             

Es tan grato de Dios el cumplimiento de este mandamiento que lo adorno de incontables promesas de bendición: “El que honra a su padre expía sus pecados; y cuando rece será escuchado. Y como el que atesora es el que honra a su madre. El que respeta a su padre tendrá larga vida”. Eclo 3, 4-5.7. Esta promesa de una larga vida a quien ame y honre a sus padres se repite una y otra vez. “Honra a tu padre y a tu madre; así prolongaras la vida en la tierra que el Señor, tu Dios te va a dar”  Ex 20, 12. 

 

Santo Tomas de Aquino (El doble precepto de la caridad), al explicar este pasaje, enseña que la vida es larga cuando esta llena, y esta plenitud no se mide por el tiempo, sino por las obras.

Se vive una vida llena cuando esta repleta de virtudes y de frutos; entonces se ha vivido mucho, aunque muera joven el cuerpo. El Señor promete también la buena fama, a pesar de sufrir calumnias, riquezas y una descendencia numerosa. En cuanto a la descendencia, sigue diciendo Santo Tomas de Aquino que no solo existen “hijos de la carne”: hay diversas razones por las cuales se originan otros modos de paternidad espiritual, que requieren su correspondiente respeto y aprecio.

 

A pesar de la claridad con que se expone este mandamiento en estos y otros muchos pasajes del A.T, los doctores y los sacerdotes del templo habían tergiversado su sentido y cumplimiento. Enseñaban que si alguien decía a su padre y a su madre: lo que de mi parte pudieras recibir o necesitar, sea “corban”, que significa ofrenda. Mc 7, 11, los padres no podían ya tomar nada de esos bienes aunque estuvieran muy necesitados, pues, como habían sido declarados ofrenda para el altar, constituiría un sacrilegio. Esta costumbre ere frecuentemente un mero artificio legal para seguir gozando de sus bienes y quedar desligados de la obligación natural de ayudar a sus padres necesitados. El Señor, Mesías y Legislador, explica en su justo sentido el alcance del cuarto Mandamiento, deshaciendo los profundos errores que había en aquella época sobre esta materia.

 

El Cuarto Mandamiento, que es también de derecho natural, requiere de todos los hombres, pero especialmente de aquellos que quieren ser buenos cristianos, la ayuda abnegada y llena de cariño a los padres, que se realiza cada día en mil pequeños detalles y se pone particularmente de relieve cuando los progenitores son ancianos o están necesitados. Cuando hay verdadero amor a Dios, quien nunca nos pide cosas contradictorias, se encuentra el modo oportuno de vivir el amor a los padres, incluso en el caso de que esos hijos tengan que cumplir primero con otras obligaciones familiares, sociales o religiosas. Hay  aquí un campo grande de responsabilidades filiales, que los hijos deben examinar con frecuencia delante de Dios, en su oración personal. Dios paga con la felicidad, ya en la vida, a quien cumple con amor esos deberes para con sus padres, aunque alguna vez puedan resultar costosos. José maría Escrivá de Balaguer solía llamar a este mandamiento el “dulcísimo precepto del decálogo”, porque es una de las mas grandes obligaciones que el Señor nos ha dejado.

 

Amor con obras

  • ¿Qué significa honrar a los padres?

 

El cumplimiento amoroso del Cuarto Mandamiento tiene sus raíces mas firmes en el sentido de nuestra filiación divina. El único que puede considerarse Padre en toda su plenitud es Dios, de quien se deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra. Ef 3, 15.  Nuestros padres, al engendrarnos, participaron de esa paternidad de Dios que se extiende a toda la creación. En ellos vemos como un reflejo del Creador, y al amarles y honrarles rectamente, en ellos estamos honrando y amando también al mismo Dios, como Padre.

 

En el tiempo litúrgico de la Navidad hemos contemplado a la Sagrada Familia: Jesús, Maria y José, como modelo y prototipo de amor y espíritu de servicio para todas las familias, Jesús nos ha dejado el ejemplo y la doctrina que debemos seguir para cumplir como Dios quiere el dulce precepto del Cuarto Mandamiento. Ante todo, Jesús reafirmo que el amor a Dios tiene unos derechos absolutos, y a el deben subordinarse todos los amores humanos: Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mi.

 Mt 10, 37.   Por eso, es contrario a la voluntad de Dios, y, en consecuencia, no es verdadero amor, el apegamiento desordenado a la propia familia, que se convierte en obstáculo para cumplir la voluntad de Dios: Y Jesús le dijo: Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios. Lc 9, 60.

 

Jesús nos dejo un ejemplo acabado de entrega plena a la voluntad de su Padre celestial. ¿No sabias que es necesario que Yo este en las cosas de mi Padre? Lc 2, 49, les diría a Maria y a José cuando le encuentran en Jerusalén, y al mismo tiempo es el perfecto Modelo de cómo  hemos de cumplir este precepto y del aprecio que debemos tener por los vínculos familiares: vivió sujeto a la autoridad de sus padres. Lc 2, 51, y aprendió de San José su oficio. Mc 6, 3, ayudándole a sostener el hogar, realizo el primero de sus milagros a ruegos de su Madre; escogió entre sus parientes a tres de sus discípulos, y, antes de morir por nosotros en la Cruz, confió a Juan el cuidado de su Madre Santísima, sin contar los innumerables milagros que realiza movido por las lagrimas o las palabras de una madre o de un padre; al Señor le llegan con especial acento las oraciones de los padres cuando rezan por sus hijos.

 

Son muchas manifestaciones en las que se hace realidad el Cuarto Mandamiento, en las que mostramos nuestra honra y nuestro amor hacia nuestros padres. “Los honramos cuando pedimos rendidamente a Dios que todas las cosas les sucedan prospera y felizmente, que gocen de la estima y respeto de los demás y que alcancen gracia ante el mismo Dios y ante los santos que están en el Cielo”.

 

Además, honramos a nuestros padres cuando los socorremos con lo necesario para su sustento y una vida digna, como se comprueba por el testimonio de Cristo, al reprobar la impiedad de los fariseos. Ese deber es más exigente cuando se encuentran enfermos en peligro. Entonces hay que poner todos los medios para que no omitan la confesión, ni los demás sacramentos que deben recibir los cristianos

 

Por ultimo, una vez difuntos, se honra a los padres cuidando sus exequias, sepulturas y funerales, elevando por ellos sufragios y las misas de aniversarios, y ejecutando fielmente cuando mandaron en su testamento. Así se expresa y resume el catecismo Romano.

 

Si por desgracia, los padres estuvieran lejos de la fe, el Señor nos dará gracia para realizar con ellos un apostolado lleno de aprecio y respeto, que consistirá, de ordinario, en oración y mortificación por ellos, y en el ejemplo de una conducta filial alegre, ejemplar, llena de cariño, junto con el empeño de buscar ocasiones para acercarles a quienes les puedan hablar de Dios con mas autoridad, porque los hijos no pueden constituirse por iniciativa propia en maestros de sus padres.

 

El amor a los Hijos

  • Algunos deberes de los padres.

 

El primer deber de los padres es amar a los hijos, con amor verdadero: interno, generoso, ordenado, con independencia de sus cualidades físicas, intelectuales o morales, y les sabrán querer con sus defectos. Deben amarlos en cuanto son sus hijos y porque lo son; y también porque son hijos de Dios. De ahí que sea deber fundamental de los padres amar y respetar la voluntad de Dios sobre sus hijos, mas cuando reciben una vocación de entrega plena a Dios, incluso muchas veces la pedirán al Señor y la desearan para esos hijos, porque “No es sacrificio entregar los hijos al servicio de Dios: es honor y alegría”. Este amor debe ser operativo, que se traduzca eficazmente en obras. El verdadero amor se manifestara en el empeño esforzado para que sus hijos sean trabajadores, austeros, educados en el sentido pleno de la palabra y, sobre todo, buenos cristianos. Que arraiguen en ellos los fundamentos de las virtudes humanas: la reciedumbre, la sobriedad en el uso de los bienes, la responsabilidad, la generosidad, la laboriosidad, que aprendan a gastar sabiendo las necesidades que muchos padecen actualmente en el mundo.

 

El amor verdadero llevara a los padres a preocuparse por el colegio donde estudian sus hijos, a estar muy pendientes de la calidad de la enseñanza que reciben, y de modo particular la enseñanza religiosa, pues de ella puede depender su misma salvación. El amor a los hijos les moverá a buscar un lugar adecuado para la época de vacaciones y el descanso, con frecuencia sacrificando otros gustos o intereses, evitando aquellos ambientes que harían imposible, o al menos muy difícil, la practica de una verdadera vida cristiana.

 

Los padres no deben olvidar que son administradores de un inmenso tesoro de Dios y que, por ser cristianos, no constituyen una familia mas, y así lo enseñaran con oportunidad a sus hijos, sino que forman una familia en la que Cristo esta presente, lo cual les da unas características completamente nuevas. Esta realidad viva impulsara a los padres a ser ejemplares en toda ocasión (vida de familia, deberes profesionales, sobriedad, orden) Y los hijos encontraran en ellos el camino que conduce a Dios. “En el rostro de toda madre se puede captar un reflejo de la dulzura, de la intuición de la generosidad de Maria. Honrando a nuestra madres, honrareis también a la que, siendo Madre de Cristo, es igualmente Madre de cada uno de nosotros.

  

Salamanca, 02 de Abril del 2009.

Cumpleaños de Mable.

 

Decimo Mandamiento

Decimo Mandamiento

CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA

SEGUNDA SECCIÓN
LOS DIEZ MANDAMIENTOS

Artículo 10

EL DÉCIMO MANDAMIENTO

No codiciarás... nada que sea de tu prójimo (Ex 20, 17).

No desearás... su casa, su campo, su siervo o su sierva, su buey o su asno: nada que sea de tu prójimo (Dt 5, 21).

Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6, 21).

 

2534 El décimo mandamiento desdobla y completa el noveno, que versa sobre la concupiscencia de la carne. Prohíbe la codicia del bien ajeno, raíz del robo, de la rapiña y del fraude, prohibidos por el séptimo mandamiento. La ‘concupiscencia de los ojos’ (cf 1 Jn 2, 16) lleva a la violencia y la injusticia prohibidas por el quinto precepto (cf Mi 2, 2). La codicia tiene su origen, como la fornicación, en la idolatría condenada en las tres primeras prescripciones de la ley (cf Sb 14, 12). El décimo mandamiento se refiere a la intención del corazón; resume, con el noveno, todos los preceptos de la Ley.

El desorden de la concupiscencia

2535 El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece, o es debido a otra persona.

2536 El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:

Cuando la Ley nos dice: ‘No codiciarás’, nos dice, en otros términos, que apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed del bien del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: ‘El ojo del avaro no se satisface con su suerte’ (Si 5, 9) (Catec. R. 3, 37).

2537 No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al prójimo siempre que sea por medios justos. La catequesis tradicional señala con realismo ‘quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas’ y a los que, por tanto, es preciso ‘exhortar más a observar este precepto’:

Los comerciantes, que desean la escasez o la carestía de las mercancías, que ven con tristeza que no son los únicos en comprar y vender, pues de lo contrario podrían vender más caro y comprar a precio más bajo; los que desean que sus semejantes estén en la miseria para lucrarse vendiéndoles o comprándoles... Los médicos, que desean tener enfermos; los abogados que anhelan causas y procesos importantes y numerosos... (Catec. R. 3, 37).

2538 El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico que, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la oveja (cf 2 S 12, 1-4). La envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4, 3-7; 1 R 21, 1-29). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2, 24).

Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros... Si todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? Estamos debilitando el Cuerpo de Cristo... Nos declaramos miembros de un mismo organismo y nos devoramos como lo harían las fieras. (S. Juan Crisóstomo, hom. in 2 Cor. 28, 3-4).

2539 La envidia es un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal:

San Agustín veía en la envidia el ‘pecado diabólico por excelencia’ (ctech. 4,8). ‘De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad’ (S. Gregorio Magno, mor. 31, 45).

2540 La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:

¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado -se dirá - porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros (S. Juan Crisóstomo, hom. in Rom. 7, 3). 

II Los deseos del Espíritu

2541 La economía de la Ley y de la Gracia aparta el corazón de los hombres de la codicia y de la envidia: lo inicia en el deseo del Supremo Bien; lo instruye en los deseos del Espíritu Santo, que sacia el corazón del hombre.

El Dios de las promesas puso desde el comienzo al hombre en guardia contra la seducción de lo que, desde entonces, aparece como ‘bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría’ (Gn 3, 6).

2542 “La Ley confiada a Israel nunca fue suficiente para justificar a los que le estaban sometidos; incluso vino a ser instrumento de la ‘concupiscencia’ (cf Rm 7, 7). La inadecuación entre el querer y el hacer (cf Rm 7, 10) manifiesta el conflicto entre la ‘ley de Dios’, que es la ‘ley de la razón’, y la otra ley que ‘me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros’ (Rm 7, 23).

2543 ‘Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen’ (Rm 3, 21-22.]. Por eso, los fieles de Cristo ‘han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias’ (Ga 5, 24); ‘son guiados por el Espíritu’ (Rm 8, 14) y siguen los deseos del Espíritu (cf Rm 8, 27).

III La pobreza de corazón

2544 Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a El respecto a todo y a todos y les propone ‘renunciar a todos sus bienes’ (Lc 14, 33) por El y por el Evangelio (cf Mc 8, 35). Poco antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir (cf Lc 21, 4). El precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.

2545 ‘Todos los cristianos... han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto’ (LG 42).

2546 ‘Bienaventurados los pobres en el espíritu’ (Mt 5, 3). Las bienaventuranzas revelan un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los pobres, a quienes pertenece ya el Reino (Lc 6, 20)

 El Verbo llama ‘pobreza en el Espíritu’ a la humildad voluntaria de un espíritu humano y su renuncia; el apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando dice: ‘Se hizo pobre por nosotros’ (2 Co 8, 9) (S. Gregorio de Nisa, beat, 1).

2547 El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de bienes (cf Lc 6, 24). ‘El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en espíritu busca el Reino de los cielos’ (S. Agustín, serm. Dom. 1, 3). El abandono en la providencia del Padre del cielo libera de la inquietud por el mañana (cf Mt 6, 25-34). La confianza en Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.

IV ‘Quiero ver a Dios’

2548 El deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a los bienes de este mundo, y tendrá su plenitud en la visión y la bienaventuranza de Dios. ‘La promesa de ver a Dios supera toda felicidad. En la Escritura, ver es poseer. El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir’ (S. Gregorio de Nisa, beat. 6).

2549 Corresponde, por tanto, al pueblo santo luchar, con la gracia de lo alto, para obtener los bienes que Dios promete. Para poseer y contemplar a Dios, los fieles cristianos mortifican sus concupiscencias y, con la ayuda de Dios, vencen las seducciones del placer y del poder.

2550 En este camino hacia la perfección, el Espíritu y la Esposa llaman a quien les escucha (cf Ap 22, 17) a la comunión perfecta con Dios:

Allí se dará la gloria verdadera; nadie será alabado allí por error o por adulación; los verdaderos honores no serán ni negados a quienes los merecen ni concedidos a los indignos; por otra parte, allí nadie indigno pretenderá honores, pues allí sólo serán admitidos los dignos. Allí reinará la verdadera paz, donde nadie experimentará oposición ni de sí mismo ni de otros. La recompensa de la virtud será Dios mismo, que ha dado la virtud y se prometió a ella como la recompensa mejor y más grande que puede existir: "Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo" (Lv 26, 12)...Este es también el sentido de las palabras del apóstol: "para que Dios sea todo en todos" (1 Co 15, 28). El será el fin de nuestros deseos, a quien contemplaremos sin fin, amaremos sin saciedad, alabaremos sin cansancio. Y este don, este amor, esta ocupación serán ciertamente, como la vida eterna, comunes a todos (S. Agustín, civ. 22,30).

RESUMEN

2551 "Donde está tu tesoro allí estará tu corazón" (Mt 6,21).

2552 El décimo mandamiento prohíbe el deseo desordenado, nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y del poder.

2553 La envidia es la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de apropiárselo. Es un pecado capital.

2554 El bautizado combate la envidia mediante la caridad, la humildad y el abandono en la providencia de Dios.

2555 Los fieles cristianos "han crucificado la carne con sus pasiones y sus concupiscencias" (Gal 5,24); son guiados por el Espíritu y siguen sus deseos.

2556 El desprendimiento de las riquezas es necesario para entrar en el Reino de los cielos. "Bienaventurados los pobres de corazón".

2557 El hombre que anhela dice: "Quiero ver a Dios". La sed de Dios es saciada por el agua de la vida (cf Jn 4,14).

 

 

 

Noveno Mandamiento

Noveno Mandamiento

CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA

SEGUNDA SECCIÓN
LOS DIEZ MANDAMIENTOS

Artículo 9

EL NOVENO MANDAMIENTO

No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo (Ex 20, 17).

El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5, 28).

2514 San Juan distingue tres especies de codicia o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (cf 1 Jn 2, 16). Siguiendo la tradición catequética católica, el noveno mandamiento prohíbe la concupiscencia de la carne; el décimo prohíbe la codicia del bien ajeno.

2515 En sentido etimológico, la ‘concupiscencia’ puede designar toda forma vehemente de deseo humano. La teología cristiana le ha dado el sentido particular de un movimiento del apetito sensible que contraría la obra de la razón humana. El apóstol san Pablo la identifica con la lucha que la ‘carne’ sostiene contra el ‘espíritu’ (cf Gal 5, 16.17.24; Ef 2, 3). Procede de la desobediencia del primer pecado (Gn 3, 11). Desordena las facultades morales del hombre y, sin ser una falta en sí misma, le inclina a cometer pecados (cf Cc Trento: DS 1515).

2516 En el hombre, porque es un ser compuesto de espíritu y cuerpo, existe cierta tensión, y se desarrolla una lucha de tendencias entre el ‘espíritu’ y la ‘carne’. Pero, en realidad, esta lucha pertenece a la herencia del pecado. Es una consecuencia de él, y, al mismo tiempo, confirma su existencia. Forma parte de la experiencia cotidiana del combate espiritual:

Para el apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal, sino que trata de las obras -mejor dicho, de las disposiciones estables -, virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo caso) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por ello el apóstol escribe: ‘si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu’ (Ga 5, 25) (Juan Pablo II, DeV 55).

La purificación del corazón

2517 El corazón es la sede de la personalidad moral: ‘de dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones’ (Mt 15, 19). La lucha contra la concupiscencia de la carne pasa por la purificación del corazón:

Mantente en la simplicidad, la inocencia y serás como los niños pequeños que ignoran el mal destructor de la vida de los hombres (Hermas, mand. 2, 1).

2518 La sexta bienaventuranza proclama: "Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8). Los "corazones limpios" designan a los que han ajustado su inteligencia y su voluntad a las exigencias de la santidad de Dios, principalmente en tres dominios: la caridad (cf 1 Tm 4, 3-9; 2 Tm 2 ,22), la castidad o rectitud sexual (cf 1 Ts 4, 7; Col 3, 5; Ef 4, 19), el amor de la verdad y la ortodoxia de la fe (cf Tt 1, 15; 1 Tm 3-4; 2 Tm 2, 23-26). Existe un vínculo entre la pureza del corazón, del cuerpo y de la fe:

Los fieles deben creer los artículos del Símbolo ‘para que, creyendo, obedezcan a Dios; obedeciéndole, vivan bien; viviendo bien, purifiquen su corazón; y purificando su corazón, comprendan lo que creen’ (S. Agustín, fid. et symb. 10, 25).

2519 A los ‘limpios de corazón’ se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a El (cf 1 Co 13, 12, 1 Jn 3, 2). La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un ‘prójimo’; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina.

II El combate por la pureza

2520 El Bautismo confiere al que lo recibe la gracia de la purificación de todos los pecados. Pero el bautizado debe seguir luchando contra la concupiscencia de la carne y los apetitos desordenados. Con la gracia de Dios lo consigue

– mediante la virtud y el don de la castidad, pues la castidad permite amar con un corazón recto e indiviso;

– mediante la pureza de intención, que consiste en buscar el fin verdadero del hombre: con una mirada limpia el bautizado se afana por encontrar y realizar en todo la voluntad de Dios (cf Rm 12, 2; Col 1, 10);

– mediante la pureza de la mirada exterior e interior; mediante la disciplina de los sentidos y la imaginación; mediante el rechazo de toda complacencia en los pensamientos impuros que inclinan a apartarse del camino de los mandamientos divinos: ‘la vista despierta la pasión de los insensatos’ (Sb 15, 5);

– mediante la oración:

Creía que la continencia dependía de mis propias fuerzas, las cuales no sentía en mí; siendo tan necio que no entendía lo que estaba escrito: que nadie puede ser continente, si tú no se lo das. Y cierto que tú me lo dieras, si con interior gemido llamase a tus oídos, y con fe sólida arrojase en ti mi cuidado (S. Agustín, conf. 6, 11, 20).

2521 La pureza exige el pudor. Este es parte integrante de la templanza. El pudor preserva la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar lo que debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama. Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas y con la relación que existe entre ellas.

2522 El pudor protege el misterio de las personas y de su amor. Invita a la paciencia y a la moderación en la relación amorosa; exige que se cumplan las condiciones del don y del compromiso definitivo del hombre y de la mujer entre sí. El pudor es modestia; inspira la elección de la vestimenta. Mantiene silencio o reserva donde se adivina el riesgo de una curiosidad malsana; se convierte en discreción.

2523 Existe un pudor de los sentimientos como también un pudor del cuerpo. Este pudor rechaza, por ejemplo, los exhibicionismos del cuerpo humano propios de cierta publicidad o las incitaciones de algunos medios de comunicación a hacer pública toda confidencia íntima. El pudor inspira una manera de vivir que permite resistir a las solicitaciones de la moda y a la presión de las ideologías dominantes.

2524 Las formas que reviste el pudor varían de una cultura a otra. Sin embargo, en todas partes constituye la intuición de una dignidad espiritual propia al hombre. Nace con el despertar de la conciencia personal. Educar en el pudor a niños y adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona humana.

2525 La pureza cristiana exige una purificación del clima social. Obliga a los medios de comunicación social a una información cuidadosa del respeto y de la discreción. La pureza de corazón libera del erotismo difuso y aparta de los espectáculos que favorecen el exhibicionismo y los sueños indecorosos.

2526 Lo que se llama permisividad de las costumbres se basa en una concepción errónea de la libertad humana; para llegar a su madurez, ésta necesita dejarse educar previamente por la ley moral. Conviene pedir a los responsables de la educación que impartan a la juventud una enseñanza respetuosa de la verdad, de las cualidades del corazón y de la dignidad moral y espiritual del hombre.

2527 ‘La buena nueva de Cristo renueva continuamente la vida y la cultura del hombre caído; combate y elimina los errores y males que brotan de la seducción, siempre amenazadora, del pecado. Purifica y eleva sin cesar las costumbres de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda, consolida, completa y restaura en Cristo, como desde dentro, las bellezas y cualidades espirituales de cada pueblo o edad’ (GS 58, 4).

 

RESUMEN

2528 ‘Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón’ (Mt 5, 28).

2529 El noveno mandamiento pone en guardia contra el desorden o concupiscencia de la carne.

2530 La lucha contra la concupiscencia de la carne pasa por la purificación del corazón y por la práctica de la templanza

2531 La pureza del corazón nos alcanzará el ver a Dios: nos da desde ahora la capacidad de ver según Dios todas las cosas.

2532 La purificación del corazón es imposible sin la oración, la práctica de la castidad y la pureza de intención y de mirada.

2533 La pureza del corazón requiere el pudor, que es paciencia, modestia y discreción. El pudor preserva la intimidad de la persona.

Octavo Mandamiento

Octavo Mandamiento

CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA

SEGUNDA SECCIÓN
LOS DIEZ MANDAMIENTOS

Artículo 8

EL OCTAVO MANDAMIENTO

No darás testimonio falso contra tu prójimo (Ex 20, 16).

Se dijo a los antepasados: No perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos (Mt 5, 33).

2464 El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Este precepto moral deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y que quiere la verdad. Las ofensas a la verdad expresan, mediante palabras o acciones, un rechazo a comprometerse con la rectitud moral: son infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido, socavan las bases de la Alianza.

I Vivir en la verdad

2465 El Antiguo Testamento lo proclama: Dios es fuente de toda verdad. Su Palabra es verdad (cf Pr 8, 7; 2 S 7, 28). Su ley es verdad (cf Sal 119, 142). ‘Tu verdad, de edad en edad’ (Sal 119, 90; Lc 1, 50). Puesto que Dios es el ‘Veraz’ (Rm 3, 4), los miembros de su pueblo son llamados a vivir en la verdad (cf Sal 119, 30).

2466 En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó en plenitud. ‘Lleno de gracia y de verdad’ (Jn 1, 14), él es la ‘luz del mundo’ (Jn 8, 12), la Verdad (cf Jn 14, 6). El que cree en él, no permanece en las tinieblas (cf Jn 12, 46). El discípulo de Jesús, ‘permanece en su palabra’, para conocer ‘la verdad que hace libre’ (cf Jn 8, 31-32) y que santifica (cf Jn 17, 17). Seguir a Jesús es vivir del ‘Espíritu de verdad’ (Jn 14, 17) que el Padre envía en su nombre (cf Jn 14, 26) y que conduce ‘a la verdad completa’ (Jn 16, 13). Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional de la verdad: ‘Sea vuestro lenguaje: «sí, sí»; «no, no»’ (Mt 5, 37).

2467 El hombre busca naturalmente la verdad. Está obligado a honrarla y atestiguarla: ‘Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas..., se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo con respecto a la verdad religiosa. Están obligados también a adherirse a la verdad una vez que la han conocido y a ordenar toda su vida según sus exigencias’ (DH 2).

2468 La verdad como rectitud de la acción y de la palabra humana, tiene por nombre veracidad, sinceridad o franqueza. La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía.

2469 ‘Los hombres no podrían vivir juntos si no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se manifestasen la verdad’ (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 109, 3 ad 1). La virtud de la veracidad da justamente al prójimo lo que le es debido; observa un justo medio entre lo que debe ser expresado y el secreto que debe ser guardado: implica la honradez y la discreción. En justicia, ‘un hombre debe honestamente a otro la manifestación de la verdad’ (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 109, 3).

2470 El discípulo de Cristo acepta ‘vivir en la verdad’, es decir, en la simplicidad de una vida conforme al ejemplo del Señor y permaneciendo en su Verdad. ‘Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos conforme a la verdad’ (1 Jn 1, 6).

II  ‘Dar testimonio de la verdad’

2471 Ante Pilato, Cristo proclama que había ‘venido al mundo: para dar testimonio de la verdad’ (Jn 18, 37). El cristiano no debe ‘avergonzarse de dar testimonio del Señor’ (2 Tm 1, 8). En las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el cristiano debe profesarla sin ambigüedad, a ejemplo de san Pablo ante sus jueces. Debe guardar una ‘conciencia limpia ante Dios y ante los hombres’ (Hch 24, 16).

2472 El deber de los cristianos de tomar parte en la vida de la Iglesia, los impulsa a actuar como testigos del Evangelio y de las obligaciones que de él se derivan. Este testimonio es transmisión de la fe en palabras y obras. El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad (cf Mt 18, 16):

Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan, están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación (AG 11).

2473 El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. ‘Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios’ (S. Ignacio de Antioquía, Rom 4, 1).

2474 Con el más exquisito cuidado, la Iglesia ha recogido los recuerdos de quienes llegaron hasta el extremo para dar testimonio de su fe. Son las actas de los Mártires, que constituyen los archivos de la Verdad escritos con letras de sangre:

No me servirá nada de los atractivos del mundo ni de los reinos de este siglo. Es mejor para mí morir (para unirme) a Cristo Jesús que reinar hasta los confines de la tierra. Es a El a quien busco, a quien murió por nosotros. A El quiero, al que resucitó por nosotros. Mi nacimiento se acerca... [S. Ignacio de Antioquía, Rom. 6, 1-2).

Te bendigo por haberme juzgado digno de este día y esta hora, digno de ser contado en el número de tus mártires... Has cumplido tu promesa, Dios de la fidelidad y de la verdad. Por esta gracia y por todo te alabo, te bendigo, te glorifico por el eterno y celestial Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu Hijo amado. Por El, que está contigo y con el Espíritu, te sea dada gloria ahora y en los siglos venideros. Amén. (S. Policarpo, mart. 14, 2-3).

III Las ofensas a la verdad

2475 Los discípulos de Cristo se han ‘revestido del Hombre Nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad’ (Ef 4, 24). ‘Desechando la mentira’ (Ef 4, 25), deben ‘rechazar toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias’ (1 Pe 2, 1).

2476 Falso testimonio y perjurio. Una afirmación contraria a la verdad posee una gravedad particular cuando se hace públicamente. Ante un tribunal viene a ser un falso testimonio (cf Pr 19, 9). Cuando es pronunciada bajo juramento se trata de perjurio. Estas maneras de obrar contribuyen a condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la sanción en que ha incurrido el acusado (cf Pr 18, 5); comprometen gravemente el ejercicio de la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los jueces.

2477 El respeto de la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causarles un daño injusto (cf CIC can. 220). Se hace culpable:

– de juicio temerario el que, incluso tácitamente, admite como verdadero, sin tener para ello fundamento suficiente, un defecto moral en el prójimo;

– de maledicencia el que, sin razón objetivamente válida, manifiesta los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran;

– de calumnia el que, mediante palabras contrarias a la verdad, daña la reputación de otros y da ocasión a juicios falsos respecto a ellos.

2478 Para evitar el juicio temerario, cada uno debe interpretar, en cuanto sea posible, en un sentido favorable los pensamientos, palabras y acciones de su prójimo:

Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquirirá cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve (S. Ignacio de Loyola, ex. spir. 22).

2479 La maledicencia y la calumnia destruyen la reputación y el honor del prójimo. Ahora bien, el honor es el testimonio social dado a la dignidad humana y cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a su respeto. Así, la maledicencia y la calumnia lesionan las virtudes de la justicia y de la caridad.

2480 Debe proscribirse toda palabra o actitud que, por halago, adulación o complacencia, alienta y confirma a otro en la malicia de sus actos y en la perversidad de su conducta. La adulación es una falta grave si se hace cómplice de vicios o pecados graves. El deseo de prestar un servicio o la amistad no justifica una doblez del lenguaje. La adulación es un pecado venial cuando sólo desea hacerse grato, evitar un mal, remediar una necesidad u obtener ventajas legítimas.

2481 “La vanagloria o jactancia constituye una falta contra la verdad. Lo mismo sucede con la ironía que trata de ridiculizar a uno caricaturizando de manera malévola tal o cual aspecto de su comportamiento.

2482 ‘La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar’ (S. Agustín, mend. 4, 5). El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: ‘Vuestro padre es el diablo... porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira’ (Jn 8, 44).

2483 La mentira es la ofensa más directa contra la verdad. Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error al que tiene el derecho de conocerla. Lesionando la relación del hombre con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el Señor.

2484 La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. Si la mentira en sí sólo constituye un pecado venial, sin embargo llega a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad.

2485 La mentira es condenable por su misma naturaleza. Es una profanación de la palabra cuyo objeto es comunicar a otros la verdad conocida. La intención deliberada de inducir al prójimo a error mediante palabras contrarias a la verdad constituye una falta contra la justicia y la caridad. La culpabilidad es mayor cuando la intención de engañar corre el riesgo de tener consecuencias funestas para los que son desviados de la verdad.

2486 La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales.

2487 Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación, aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación se refiere también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo. Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia

IV El respeto de la verdad

2488 El derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional. Todos deben conformar su vida al precepto evangélico del amor fraterno. Este exige, en las situaciones concretas, estimar si conviene o no revelar la verdad a quien la pide.

2489 La caridad y el respeto de la verdad deben dictar la respuesta a toda petición de información o de comunicación. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla (cf Si 27, 16; Pr 25, 9-10).

2490 El secreto del sacramento de la Reconciliación es sagrado y no puede ser revelado bajo ningún pretexto. ‘El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo’ (CIC can. 983, 1),

2491 Los secretos profesionales -que obligan, por ejemplo, a políticos, militares, médicos, juristas - o las confidencias hechas bajo secreto deben ser guardados, salvo los casos excepcionales en los que el no revelarlos podría causar al que los ha confiado, al que los ha recibido o a un tercero daños muy graves y evitables únicamente mediante la divulgación de la verdad. Las informaciones privadas perjudiciales al prójimo, aunque no hayan sido confiadas bajo secreto, no deben ser divulgadas sin una razón grave y proporcionada.”

2492 Se debe guardar la justa reserva respecto a la vida privada de la gente. Los responsables de la comunicación deben mantener un justo equilibrio entre las exigencias del bien común y el respeto de los derechos particulares. La ingerencia de la información en la vida privada de personas comprometidas en una actividad política o pública, es condenable en la medida en que atenta contra su intimidad y libertad.

V El uso de los medios de comunicación social

2493 Dentro de la sociedad moderna, los medios de comunicación social desempeñan un papel importante en la información, la promoción cultural y la formación. Su acción aumenta en importancia por razón de los progresos técnicos, de la amplitud y la diversidad de las noticias transmitidas, y la influencia ejercida sobre la opinión pública.

2494 La información de estos medios es un servicio del bien común (cf IM 11). La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad:

El recto ejercicio de este derecho exige que, en cuanto a su contenido, la comunicación sea siempre verdadera e íntegra, salvadas la justicia y la caridad; además, en cuanto al modo, ha de ser honesta y conveniente, es decir, debe respetar escrupulosamente las leyes morales, los derechos legítimos y la dignidad del hombre, tanto en la búsqueda de la noticia como en su divulgación. (IM 11).

2495 ‘Es necesario que todos los miembros de la sociedad cumplan sus deberes de caridad y justicia también en este campo, y, así, con ayuda de estos medios, se esfuercen por formar y difundir una recta opinión pública’ (IM 8). La solidaridad aparece como una consecuencia de una información verdadera y justa, y de la libre circulación de las ideas, que favorecen el conocimiento y el respeto del prójimo.

2496 Los medios de comunicación social (en particular, los mass-media) pueden engendrar cierta pasividad en los usuarios, haciendo de éstos, consumidores poco vigilantes de mensajes o de espectáculos. Los usuarios deben imponerse moderación y disciplina respecto a los mass-media. Han de formarse una conciencia clara y recta para resistir más fácilmente las influencias menos honestas.

2497 Por razón de su profesión en la prensa, sus responsables tienen la obligación, en la difusión de la información, de servir a la verdad y de no ofender a la caridad. Han de esforzarse por respetar con una delicadeza igual, la naturaleza de los hechos y los límites el juicio crítico respecto a las personas. Deben evitar ceder a la difamación.

2498 ‘La autoridad civil tiene en esta materia deberes peculiares en razón del bien común, al que se ordenan estos medios. Corresponde, pues, a dicha autoridad... defender y asegurar la verdadera y justa libertad’ (IM 12). Promulgando leyes y velando por su aplicación, los poderes públicos se asegurarán de que el mal uso de los medios no llegue a causar ‘graves peligros para las costumbres públicas y el progreso de la sociedad’ (IM 12). Deberán sancionar la violación de los derechos de cada uno a la reputación y al secreto de la vida privada. Tienen obligación de dar a tiempo y honestamente las informaciones que se refieren al bien general y responden a las inquietudes fundadas de la población. Nada puede justificar el recurso a falsas informaciones para manipular la opinión pública mediante los mass-media. Estas intervenciones no deberán atentar contra la libertad de los individuos y de los grupos.

2499 La moral denuncia la llaga de los estados totalitarios que falsifican sistemáticamente la verdad, ejercen mediante los mass-media un dominio político de la opinión, manipulan a los acusados y a los testigos en los procesos públicos y tratan de asegurar su tiranía yugulando y reprimiendo todo lo que consideran ‘delitos de opinión’.

VI Verdad, belleza y arte sacro

2500 La práctica del bien va acompañada de un placer espiritual gratuito y de belleza moral. De igual modo, la verdad entraña el gozo y el esplendor de la belleza espiritual. La verdad es bella por sí misma. La verdad de la palabra, expresión racional del conocimiento de la realidad creada e increada, es necesaria al hombre dotado de inteligencia, pero la verdad puede también encontrar otras formas de expresión humana, complementarias, sobre todo cuando se trata de evocar lo que ella entraña de indecible, las profundidades del corazón humano, las elevaciones del alma, el Misterio de Dios. Antes de revelarse al hombre en palabras de verdad, Dios se revela a él, mediante el lenguaje universal de la Creación, obra de su Palabra, de su Sabiduría: el orden y la armonía del cosmos, que percibe tanto el niño como el hombre de ciencia, ‘pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor’ (Sb 13, 5), ‘pues fue el Autor mismo de la belleza quien las creó’ (Sb 13, 3).

La sabiduría es un hálito del poder de Dios, una emanación pura de la gloria del Omnipotente, por lo que nada manchado llega a alcanzarla. Es un reflejo de la luz eterna, un espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de su bondad (Sb 7, 25-26). La sabiduría es en efecto más bella que el Sol, supera a todas las constelaciones; comparada con la luz, sale vencedora, porque a la luz sucede la noche, pero contra la sabiduría no prevalece la maldad (Sb 7, 29-30). Yo me aconstituí en el amante de su belleza (Sb 8, 2).

2501 El hombre, ‘creado a imagen de Dios’ (Gn 1, 26), expresa también la verdad de su relación con Dios Creador mediante la belleza de sus obras artísticas. El arte, en efecto, es una forma de expresión propiamente humana; por encima de la satisfacción de las necesidades vitales, común a todas las criaturas vivas, el arte es una sobreabundancia gratuita de la riqueza interior del ser humano. Este brota de un talento concedido por el Creador y del esfuerzo del hombre, y es un género de sabiduría práctica, que une conocimiento y habilidad (cf Sb 7, 16-17) para dar forma a la verdad de una realidad en lenguaje accesible a la vista y al oído. El arte entraña así cierta semejanza con la actividad de Dios en la creación, en la medida en que se inspira en la verdad y el amor de los seres. Como cualquier otra actividad humana, el arte no tiene en sí mismo su fin absoluto, sino que está ordenado y se ennoblece por el fin último del hombre (cf Pío XII, discurso 25 diciembre 1955 y discurso 3 septiembre 1950).

2502 El arte sacro es verdadero y bello cuando corresponde por su forma a su vocación propia: evocar y glorificar, en la fe y la adoración, el Misterio trascendente de Dios, Belleza sobreeminente e invisible de Verdad y de Amor, manifestado en Cristo, ‘Resplandor de su gloria e Impronta de su esencia’ (Hb 1, 3), en quien ‘reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente’ (Col 2, 9), belleza espiritual reflejada en la Santísima Virgen Madre de Dios, en los Angeles y los Santos. El arte sacro verdadero lleva al hombre a la adoración, a la oración y al amor de Dios Creador y Salvador, Santo y Santificador.

2503 Por eso los obispos deben personalmente o por delegación vigilar y promover el arte sacro antiguo y nuevo en todas sus formas, y apartar con la misma atención religiosa de la liturgia y de los edificios de culto todo lo que no está de acuerdo con la verdad de la fe y la auténtica belleza del arte sacro (cf SC 122-127).

RESUMEN

2504 ‘No darás falso testimonio contra tu prójimo’ (Ex 20, 16). Los discípulos de Cristo se han ‘revestido del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad’ (Ef 4, 24).

2505 La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse verdadero en sus actos y en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía.

2506 El cristiano no debe ‘avergonzarse de dar testimonio del Señor’ (2 Tm 1, 8) en obras y palabras. El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe.

2507 El respeto de la reputación y del honor de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra de maledicencia o de calumnia.

2508 La mentira consiste en decir algo falso con intención de engañar al prójimo que tiene derecho a la verdad.

2509 Una falta cometida contra la verdad exige reparación.

2510 La regla de oro ayuda a discernir en las situaciones concretas si conviene o no revelar la verdad a quien la pide.

2511 ‘El sigilo sacramental es inviolable’ (CIC can. 983, 1), Los secretos profesionales deben ser guardados. Las confidencias perjudiciales a otros no deben ser divulgadas.

2512 La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la libertad, la justicia. Es preciso imponerse moderación y disciplina en el uso de los medios de comunicación social.

2513 Las bellas artes, sobre todo el arte sacro, ‘están relacionadas, por su naturaleza, con la infinita belleza divina, que se intenta expresar, de algún modo, en las obras humanas. Y tanto más se consagran a Dios y contribuyen a su alabanza y a su gloria, cuanto más lejos están de todo propósito que no sea colaborar lo más posible con sus obras a dirigir las almas de los hombres piadosamente hacia Dios’ (SC 122).

Septimo Mandamiento

Septimo Mandamiento

CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA

SEGUNDA SECCIÓN
LOS DIEZ MANDAMIENTOS

Artículo 7

EL SÉPTIMO MANDAMIENTO

No robarás (Ex 20, 15; Dt 5,19).

No robarás (Mt 19, 18).

2401 El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes. Prescribe la justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres. Con miras al bien común exige el respeto del destino universal de los bienes y del derecho de propiedad privada. La vida cristiana se esfuerza por ordenar a Dios y a la caridad fraterna los bienes de este mundo

I El destino universal y la propiedad privada de los bienes

2402 Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se beneficiara de sus frutos (cf Gn 1, 26-29). Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. Sin embargo, la tierra está repartida entre los hombres para dar seguridad a su vida, expuesta a la penuria y amenazada por la violencia. La apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo. Debe hacer posible que se viva una solidaridad natural entre los hombres.

2403 El derecho a la propiedad privada, adquirida por el trabajo, o recibida de otro por herencia o por regalo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio.

2404 ‘El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que han de aprovechar no sólo a él, sino también a los demás’ (GS 69, 1). La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus próximos.

2405 Los bienes de producción -materiales o inmateriales - como tierras o fábricas, profesiones o artes, requieren los cuidados de sus poseedores para que su fecundidad aproveche al mayor número de personas. Los poseedores de bienes de uso y consumo deben usarlos con templanza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre.

2406 La autoridad política tiene el derecho y el deber de regular en función del bien común el ejercicio legítimo del derecho de propiedad (cf GS 71, 4; SRS 42; CA 40; 48).

II El respeto de las personas y sus bienes

2407 En materia económica el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la generosidad del Señor, que ‘siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza’ (2 Co 8, 9).

2408 El séptimo mandamiento prohíbe el robo, es decir, la usurpación del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño. No hay robo si el consentimiento puede ser presumido o si el rechazo es contrario a la razón y al destino universal de los bienes. Es el caso de la necesidad urgente y evidente en que el único medio de remediar las necesidades inmediatas y esenciales (alimento, vivienda, vestido...) es disponer y usar de los bienes ajenos (cf GS 69, 1).

2409 Toda forma de tomar o retener injustamente el bien ajeno, aunque no contradiga las disposiciones de la ley civil, es contraria al séptimo mandamiento. Así, retener deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos, defraudar en el ejercicio del comercio (cf Dt 25, 13-16), pagar salarios injustos  (cf Dt 24,14-15; St 5,4), elevar los precios especulando con la ignorancia o la necesidad ajenas (cf Am 8, 4-6).

Son también moralmente ilícitos, la especulación mediante la cual se pretende hacer variar artificialmente la valoración de los bienes con el fin de obtener un beneficio en detrimento ajeno; la corrupción mediante la cual se vicia el juicio de los que deben tomar decisiones conforme a derecho; la apropiación y el uso privados de los bienes sociales de una empresa; los trabajos mal hechos, el fraude fiscal, la falsificación de cheques y facturas, los gastos excesivos, el despilfarro. Infligir voluntariamente un daño a las propiedades privadas o públicas es contrario a la ley moral y exige reparación.

2410 Las promesas deben ser cumplidas, y los contratos rigurosamente observados en la medida en que el compromiso adquirido es moralmente justo. Una parte notable de la vida económica y social depende del valor de los contratos entre personas físicas o morales. Así, los contratos comerciales de venta o compra, los contratos de arriendo o de trabajo. Todo contrato debe ser hecho y ejecutado de buena fe.

2411 Los contratos están sometidos a la justicia conmutativa, que regula los intercambios entre las personas en el respeto exacto de sus derechos. La justicia conmutativa obliga estrictamente; exige la salvaguardia de los derechos de propiedad, el pago de las deudas y el cumplimiento de obligaciones libremente contraídas. Sin justicia conmutativa no es posible ninguna otra forma de justicia.

La justicia conmutativa se distingue de la justicia legal, que se refiere a lo que el ciudadano debe equitativamente a la comunidad, y de la justicia distributiva que regula lo que la comunidad debe a los ciudadanos en proporción a sus contribuciones y a sus necesidades.

2412 En virtud de la justicia conmutativa, la reparación de la injusticia cometida exige la restitución del bien robado a su propietario:

Jesús bendijo a Zaqueo por su resolución: ‘Si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo’ (Lc 19, 8). Los que, de manera directa o indirecta, se han apoderado de un bien ajeno, están obligados a restituirlo o a devolver el equivalente en naturaleza o en especie si la cosa ha desaparecido, así como los frutos y beneficios que su propietario hubiera obtenido legítimamente de ese bien. Están igualmente obligados a restituir, en proporción a su responsabilidad y al beneficio obtenido, todos los que han participado de alguna manera en el robo, o que se han aprovechado de él a sabiendas; por ejemplo, quienes lo hayan ordenado o ayudado o encubierto.

2413 Los juegos de azar (de cartas, etc.) o las apuestas no son en sí mismos contrarios a la justicia. No obstante, resultan moralmente inaceptables cuando privan a la persona de lo que le es necesario para atender a sus necesidades o las de los demás. La pasión del juego corre peligro de convertirse en una grave servidumbre. Apostar injustamente o hacer trampas en los juegos constituye una materia grave, a no ser que el daño infligido sea tan leve que quien lo padece no pueda razonablemente considerarlo significativo.

2414 El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria, conducen a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos por la violencia a la condición de objeto de consumo o a una fuente de beneficio. San Pablo ordenaba a un amo cristiano que tratase a su esclavo cristiano ‘no como esclavo, sino... como un hermano... en el Señor’ (Flm 16).

El respeto de la integridad de la creación

2415 El séptimo mandamiento exige el respeto de la integridad de la creación. Los animales, como las plantas y los seres inanimados, están naturalmente destinados al bien común de la humanidad pasada, presente y futura (cf Gn 1, 28-31). El uso de los recursos minerales, vegetales y animales del universo no puede ser separado del respeto a las exigencias morales. El dominio concedido por el Creador al hombre sobre los seres inanimados y los seres vivos no es absoluto; está regulado por el cuidado de la calidad de la vida del prójimo incluyendo la de las generaciones venideras; exige un respeto religioso de la integridad de la creación (cf CA 37-38).

2416 Los animales son criaturas de Dios, que los rodea de su solicitud providencial (cf Mt 6, 16). Por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria (cf Dn 3, 57-58). También los hombres les deben aprecio. Recuérdese con qué delicadeza trataban a los animales san Francisco de Asís o san Felipe Neri.

2417 Dios confió los animales a la administración del que fue creado por él a su imagen (cf Gn 2, 19-20; 9, 1-4). Por tanto, es legítimo servirse de los animales para el alimento y la confección de vestidos. Se los puede domesticar para que ayuden al hombre en sus trabajos y en sus ocios. Los experimentos médicos y científicos en animales, si se mantienen en límites razonables, son prácticas moralmente aceptables, pues contribuyen a cuidar o salvar vidas humanas.

2418 Es contrario a la dignidad humana hacer sufrir inútilmente a los animales y sacrificar sin necesidad sus vidas. Es también indigno invertir en ellos sumas que deberían remediar más bien la miseria de los hombres. Se puede amar a los animales; pero no se puede desviar hacia ellos el afecto debido únicamente a los seres humanos.

III La doctrina social de la Iglesia

2419 ‘La revelación cristiana... nos conduce a una comprensión más profunda de las leyes de la vida social’ (GS 23, 1). La Iglesia recibe del Evangelio la plena revelación de la verdad del hombre. Cuando cumple su misión de anunciar el Evangelio, enseña al hombre, en nombre de Cristo, su dignidad propia y su vocación a la comunión de las personas; y le descubre las exigencias de la justicia y de la paz, conformes a la sabiduría divina.

2420 La Iglesia expresa un juicio moral, en materia económica y social, ‘cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas’ (GS 76, 5). En el orden de la moralidad, la Iglesia ejerce una misión distinta de la que ejercen las autoridades políticas: ella se ocupa de los aspectos temporales del bien común a causa de su ordenación al supremo Bien, nuestro fin último. Se esfuerza por inspirar las actitudes justas en el uso de los bienes terrenos y en las relaciones socioeconómicas.

2421 La doctrina social de la Iglesia se desarrolló en el siglo XIX, cuando se produce el encuentro entre el Evangelio y la sociedad industrial moderna, sus nuevas estructuras para producción de bienes de consumo, su nueva concepción de la sociedad, del Estado y de la autoridad, sus nuevas formas de trabajo y de propiedad. El desarrollo de la doctrina de la Iglesia en materia económica y social da testimonio del valor permanente de la enseñanza de la Iglesia, al mismo tiempo que del sentido verdadero de su Tradición siempre viva y activa (cf CA 3).

2422 La enseñanza social de la Iglesia contiene un cuerpo de doctrina que se articula a medida que la Iglesia interpreta los acontecimientos a lo largo de la historia, a la luz del conjunto de la palabra revelada por Cristo Jesús y con la asistencia del Espíritu Santo (cf SRS 1; 41). Esta enseñanza resultará tanto más aceptable para los hombres de buena voluntad cuanto más inspire la conducta de los fieles.

2423 La doctrina social de la Iglesia propone principios de reflexión, extrae criterios de juicio, da orientaciones para la acción:

Todo sistema según el cual las relaciones sociales deben estar determinadas enteramente por los factores económicos, resulta contrario a la naturaleza de la persona humana y de sus actos (cf CA 24).

2424 Una teoría que hace del lucro la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable. El apetito desordenado de dinero no deja de producir efectos perniciosos. Es una de las causas de los numerosos conflictos que perturban el orden social (cf GS 63, 3; LE 7; CA 35).

Un sistema que ‘sacrifica los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción’ es contrario a la dignidad del hombre (cf GS 65). Toda práctica que reduce a las personas a no ser más que medios con vistas al lucro esclaviza al hombre, conduce a la idolatría del dinero y contribuye a difundir el ateísmo. ‘No podéis servir a Dios y al dinero’ (Mt 6, 24; Lc 16, 13).

2425 La Iglesia ha rechazado las ideologías totalitarias y ateas asociadas en los tiempos modernos al ‘comunismo’ o ‘socialismo’. Por otra parte, ha rechazado en la práctica del ‘capitalismo’ el individualismo y la primacía absoluta de la ley de mercado sobre el trabajo humano (cf CA 10, 13.44). La regulación de la economía por la sola planificación centralizada pervierte en su base los vínculos sociales; su regulación únicamente por la ley de mercado quebranta la justicia social, porque ‘existen numerosas necesidades humanas que no pueden ser satisfechas por el mercado’ (CA 34). Es preciso promover una regulación razonable del mercado y de las iniciativas económicas, según una justa jerarquía de valores y con vistas al bien común.

IV La actividad económica y la justicia social

2426 El desarrollo de las actividades económicas y el crecimiento de la producción están destinados a satisfacer las necesidades de los seres humanos. La vida económica no tiende solamente a multiplicar los bienes producidos y a aumentar el lucro o el poder; está ordenada ante todo al servicio de las personas, del hombre entero y de toda la comunidad humana. La actividad económica dirigida según sus propios métodos, debe moverse no obstante dentro de los límites del orden moral, según la justicia social, a fin de responder al plan de Dios sobre el hombre (cf GS 64).

2427 El trabajo humano procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra (cf Gn 1, 28; GS 34; CA 31). El trabajo es, por tanto, un deber: ‘Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma’ (2  Ts 3, 10; cf 1 Ts 4, 11). El trabajo honra los dones del Creador y los talentos recibidos. Puede ser también redentor. Soportando el peso del trabajo (cf Gn 3, 14-19), en unión con Jesús, el carpintero de Nazaret y el crucificado del Calvario, el hombre colabora en cierta manera con el Hijo de Dios en su obra redentora. Se muestra como discípulo de Cristo llevando la Cruz cada día, en la actividad que está llamado a realizar (cf LE 27). El trabajo puede ser un medio de santificación y de animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo.

2428 En el trabajo, la persona ejerce y aplica una parte de las capacidades inscritas en su naturaleza. El valor primordial del trabajo pertenece al hombre mismo, que es su autor y su destinatario. El trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo (cf LE 6).

Cada cual debe poder sacar del trabajo los medios para sustentar su vida y la de los suyos, y para prestar servicio a la comunidad humana.

2429 Cada uno tiene el derecho de iniciativa económica, y podrá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos. Deberá ajustarse a las reglamentaciones dictadas por las autoridades legítimas con miras al bien común (cf CA 32; 34).

2430 La vida económica se ve afectada por intereses diversos, con frecuencia opuestos entre sí. Así se explica el surgimiento de conflictos que la caracterizan (cf LE 11). Será preciso esforzarse para reducir estos últimos mediante la negociación, que respete los derechos y los deberes de cada parte: los responsables de las empresas, los representantes de los trabajadores, por ejemplo, de las organizaciones sindicales y, en caso necesario, los poderes públicos.

2431 La responsabilidad del Estado. ‘La actividad económica, en particular la economía de mercado, no puede desenvolverse en medio de un vacío institucional, jurídico y político. Por el contrario supone una seguridad que garantiza la libertad individual y la propiedad, además de un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes. La primera incumbencia del Estado es, pues, la de garantizar esa seguridad, de manera que quien trabaja y produce pueda gozar de los frutos de su trabajo y, por tanto, se sienta estimulado a realizarlo eficiente y honestamente... Otra incumbencia del Estado es la de vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el sector económico; pero en este campo la primera responsabilidad no es del Estado, sino de cada persona y de los diversos grupos y asociaciones en que se articula la sociedad’ (CA 48).

2432 A los responsables de las empresas les corresponde ante la sociedad la responsabilidad económica y ecológica de sus operaciones (CA 37). Están obligados a considerar el bien de las personas y no solamente el aumento de las ganancias. Sin embargo, éstas son necesarias; permiten realizar las inversiones que aseguran el porvenir de las empresas, y garantizan los puestos de trabajo.

2433 El acceso al trabajo y a la profesión debe estar abierto a todos sin discriminación injusta, a hombres y mujeres, sanos y disminuidos, autóctonos e inmigrados (cf LE 19; 22-23). Habida consideración de las circunstancias, la sociedad debe por su parte ayudar a los ciudadanos a procurarse un trabajo y un empleo (cf CA 48).

2434 El salario justo es el fruto legítimo del trabajo. Negarlo o retenerlo puede constituir una grave injusticia (cf Lv 19, 13; Dt 24, 14-15; St 5, 4). Para determinar la justa remuneración se han de tener en cuenta a la vez las necesidades y las contribuciones de cada uno. ‘El trabajo debe ser remunerado de tal modo que se den al hombre posibilidades de que él y los suyos vivan dignamente su vida material, social, cultural y espiritual, teniendo en cuenta la tarea y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común’ (GS 67, 2). El acuerdo de las partes no basta para justificar moralmente la cuantía del salario.

2435 La huelga es moralmente legítima cuando constituye un recurso inevitable, si no necesario para obtener un beneficio proporcionado. Resulta moralmente inaceptable cuando va acompañada de violencias o también cuando se lleva a cabo en función de objetivos no directamente vinculados con las condiciones del trabajo o contrarios al bien común.

2436 Es injusto no pagar a los organismos de seguridad social las cotizaciones establecidas por las autoridades legítimas.

La privación de empleo a causa de la huelga es casi siempre para su víctima un atentado contra su dignidad y una amenaza para el equilibrio de la vida. Además del daño personal padecido, de esa privación se derivan riesgos numerosos para su hogar (cf LE 18).

V Justicia y solidaridad entre las naciones

2437 En el plano internacional la desigualdad de los recursos y de los medios económicos es tal que crea entre las naciones un verdadero ‘abismo’ (SRS 14). Por un lado están los que poseen y desarrollan los medios de crecimiento, y por otro, los que acumulan deudas.

2438 Diversas causas, de naturaleza religiosa, política, económica y financiera, confieren hoy a la cuestión social ‘una dimensión mundial’ (SRS 9). Es necesaria la solidaridad entre las naciones cuyas políticas son ya interdependientes. Es todavía más indispensable cuando se trata de acabar con los ‘mecanismos perversos’ que obstaculizan el desarrollo de los países menos avanzados (cf SRS 17; 45). Es preciso sustituir los sistemas financieros abusivos, si no usurarios (cf CA 35), las relaciones comerciales inicuas entre las naciones, la carrera de armamentos, por un esfuerzo común para movilizar los recursos hacia objetivos de desarrollo moral, cultural y económico ‘redefiniendo las prioridades y las escalas de valores’(CA 28).

2439 Las naciones ricas tienen una responsabilidad moral grave respecto a las que no pueden por sí mismas asegurar los medios de su desarrollo, o han sido impedidas de realizarlo por trágicos acontecimientos históricos. Es un deber de solidaridad y de caridad; es también una obligación de justicia si el bienestar de las naciones ricas procede de recursos que no han sido pagados con justicia.

2440 La ayuda directa constituye una respuesta apropiada a necesidades inmediatas, extraordinarias, causadas por ejemplo por catástrofes naturales, epidemias, etc. Pero no basta para reparar los graves daños que resultan de situaciones de indigencia ni para remediar de forma duradera las necesidades. Es preciso también reformar las instituciones económicas y financieras internacionales para que promuevan y potencien relaciones equitativas con los países menos desarrollados (cf SRS 16). Es preciso sostener el esfuerzo de los países pobres que trabajan por su crecimiento y su liberación (cf CA 26). Esta doctrina exige ser aplicada de manera muy particular en el ámbito del trabajo agrícola. Los campesinos, sobre todo en el Tercer Mundo, forman la masa mayoritaria de los pobres.

2441 Acrecentar el sentido de Dios y el conocimiento de sí mismo constituye la base de todo desarrollo completo de la sociedad humana. Este multiplica los bienes materiales y los pone al servicio de la persona y de su libertad. Disminuye la miseria y la explotación económicas. Hace crecer el respeto de las identidades culturales y la apertura a la trascendencia (cf SRS 32; CA 51).

2442 No corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir directamente en la actividad política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los fieles laicos, que actúan por su propia iniciativa con sus conciudadanos. La acción social puede implicar una pluralidad de vías concretas. Deberá atender siempre al bien común y ajustarse al mensaje evangélico y a la enseñanza de la Iglesia. Pertenece a los fieles laicos ‘animar, con su compromiso cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia’ (SRS 47; cf 42).

VI El amor de los pobres

2443 Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: ‘A quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda’ (Mt 5, 42). ‘Gratis lo recibisteis, dadlo gratis’ (Mt 10, 8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres (cf Mt 25, 31-36). La buena nueva ‘anunciada a los pobres’ (Mt 11, 5; Lc 4, 18)) es el signo de la presencia de Cristo.

2444 ‘El amor de la Iglesia por los pobres... pertenece a su constante tradición’ (CA 57). Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas (cf Lc 6, 20-22), en la pobreza de Jesús (cf Mt 8, 20), y en su atención a los pobres (cf Mc 12, 41-44). El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de ‘hacer partícipe al que se halle en necesidad’ (Ef 4, 28). No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa (cf CA 57).

2445 El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta:

Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Mirad: el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os habéis entregado a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste (St 5, 1-6).

2446 San Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: ‘No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que poseemos no son bienes nuestros, sino los suyos’. Es preciso ‘satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia’ (AA 8):

Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia. (S. Gregorio Magno, past. 3, 21).

2447 Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales socorremos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58, 6-7; Hb 13, 3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras espirituales de misericordia, como también lo son perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25,31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5-11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf Mt 6, 2-4):

El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo (Lc 3, 11). Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros (Lc 11, 41). Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: ‘Id en paz, calentaos o hartaos’, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? (St 2, 15-16).

2448 ‘Bajo sus múltiples formas -indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas o psíquicas y, por último, la muerte -, la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad que tiene de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los «más pequeños de sus hermanos». También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables’ (CDF, instr. "Libertatis conscientia" 68).

2449 En el Antiguo Testamento, toda una serie de medidas jurídicas (año jubilar, prohibición del préstamo a interés, retención de la prenda, obligación del diezmo, pago cotidiano del jornalero, derecho de rebusca después de la vendimia y la siega) corresponden a la exhortación del Deuteronomio: ‘Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquél de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra’ (Dt 15, 11). Jesús hace suyas estas palabras: ‘Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis’ (Jn 12, 8). Con esto, no hace caduca la vehemencia de los oráculos antiguos: ‘comprando por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias...’ (Am 8, 6), sino que nos invita a reconocer su presencia en los pobres que son sus hermanos (cf Mt 25, 40):

El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, santa Rosa de Lima le contestó: ‘Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús’.

 RESUMEN

2450 ‘No robarás’ (Dt 5, 19). ‘Ni los ladrones, ni los avaros..., ni los rapaces heredarán el Reino de Dios’ (1Co 6, 10).

2451 El séptimo mandamiento prescribe la práctica de la justicia y de la caridad en el uso de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres.

2452 Los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. El derecho a la propiedad privada no anula el destino universal de los bienes.

2453 El séptimo mandamiento prohíbe el robo. El robo es la usurpación del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño.

2454 Toda manera de tomar y de usar injustamente un bien ajeno es contraria al séptimo mandamiento. La injusticia cometida exige reparación. La justicia conmutativa impone la restitución del bien robado.

2455 La ley moral prohíbe los actos que, con fines mercantiles o totalitarios, llevan a esclavizar a los seres humanos, a comprarlos, venderlos y cambiarlos como si fueran mercaderías.”

2456. “El dominio, concedido por el Creador, sobre los recursos minerales, vegetales y animales del universo, no puede ser separado del respeto de las obligaciones morales frente a todos los hombres, incluidos los de las generaciones venideras.

2457 Los animales están confiados a la administración del hombre que les debe benevolencia. Pueden servir a la justa satisfacción de las necesidades del hombre.

2458 La Iglesia pronuncia un juicio en materia económica y social cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas. Cuida del bien común temporal de los hombres en razón de su ordenación al supremo Bien, nuestro fin último.

2459 El hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económica y social. El punto decisivo de la cuestión social estriba en que los bienes creados por Dios para todos lleguen de hecho a todos, según la justicia y con la ayuda de la caridad.

2460 El valor primordial del trabajo atañe al hombre mismo que es su autor y su destinatario. Mediante su trabajo, el hombre participa en la obra de la creación. Unido a Cristo, el trabajo puede ser redentor.

2461 El desarrollo verdadero es el del hombre en su integridad. Se trata de hacer crecer la capacidad de cada persona a fin de responder a su vocación y, por lo tanto, a la llamada de Dios (cf CA 29).

2462 La limosna hecha a los pobres es un testimonio de caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios.

2463 En la multitud de seres humanos sin pan, sin techo, sin patria, hay que reconocer a Lázaro, el mendigo hambriento de la parábola (cf 16, 19-31). En dicha multitud hay que oír a Jesús que dice: ‘Cuanto dejasteis de hacer con uno de éstos, también conmigo dejasteis de hacerlo’ (Mt 25, 45).

Sexto Mandamiento

Sexto Mandamiento

CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA

SEGUNDA SECCIÓN
LOS DIEZ MANDAMIENTOS

Artículo 6

EL SEXTO MANDAMIENTO

No cometerás adulterio (Ex 20, 14; Dt 5, 17).

Habéis oído que se dijo: ‘No cometerás adulterio’. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón (Mt 5, 27-28).

I ‘Hombre y mujer los creó’ 

2331 ‘Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen... Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación, y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión’ (FC 11).

‘Dios creó el hombre a imagen suya... hombre y mujer los creó’ (Gn 1, 27). ‘Creced y multiplicaos’ (Gn 1, 28); ‘el día en que Dios creó al hombre, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los llamó ‘Hombre’ en el día de su creación’ (Gn 5, 1-2).

2332 La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro.

2333 Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad sexual. La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos.

2334 ‘Creando al hombre «varón y mujer», Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer’ (FC 22; cf GS 49, 2). ‘El hombre es una persona, y esto se aplica en la misma medida al hombre y a la mujer, porque los dos fueron creados a imagen y semejanza de un Dios personal’ (MD 6).

2335 Cada uno de los dos sexos es, con una dignidad igual, aunque de manera distinta, imagen del poder y de la ternura de Dios. La unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador: ‘El hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne’ (Gn 2, 24). De esta unión proceden todas las generaciones humanas (cf Gn 4, 1-2.25-26; 5, 1).

2336 Jesús vino a restaurar la creación en la pureza de sus orígenes. En el Sermón de la Montaña interpreta de manera rigurosa el plan de Dios: ‘Habéis oído que se dijo: «no cometerás adulterio». Pues yo os digo: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón’» (Mt 5, 27-28). El hombre no debe separar lo que Dios ha unido (cf Mt 19, 6).

La Tradición de la Iglesia ha entendido el sexto mandamiento como referido a la globalidad de la sexualidad humana.

II La vocación a la castidad

2337 La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer.

La virtud de la castidad, por tanto, entraña la integridad de la persona y la totalidad del don.

La integridad de la persona

2338 La persona casta mantiene la integridad de las fuerzas de vida y de amor depositadas en ella. Esta integridad asegura la unidad de la persona; se opone a todo comportamiento que la pueda lesionar. No tolera ni la doble vida ni el doble lenguaje (cf Mt 5, 37).

2339 La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado (cf Si 1, 22). ‘La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados’ (GS 17).

2340 El que quiere permanecer fiel a las promesas de su bautismo y resistir las tentaciones debe poner los medios para ello: el conocimiento de sí, la práctica de una ascesis adaptada a las situaciones encontradas, la obediencia a los mandamientos divinos, la práctica de las virtudes morales y la fidelidad a la oración. ‘La castidad nos recompone; nos devuelve a la unidad que habíamos perdido dispersándonos’ (S. Agustín conf. 10, 29; 40).

2341 La virtud de la castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza, que tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana.

2342 El dominio de sí es una obra que dura toda la vida. Nunca se la considerará adquirida de una vez para siempre. Supone un esfuerzo reiterado en todas las edades de la vida (cf tt 2, 1-6). El esfuerzo requerido puede ser más intenso en ciertas épocas, como cuando se forma la personalidad, durante la infancia y la adolescencia.

2343 La castidad tiene unas leyes de crecimiento; éste pasa por grados marcados por la imperfección y, muy a menudo, por el pecado. ‘Pero el hombre, llamado a vivir responsablemente el designio sabio y amoroso de Dios, es un ser histórico que se construye día a día con sus opciones numerosas y libres; por esto él conoce, ama y realiza el bien moral según las diversas etapas de crecimiento’ (FC 34).

2344 La castidad representa una tarea eminentemente personal; implica también un esfuerzo cultural, pues ‘el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la sociedad misma están mutuamente condicionados’ (GS 25, 1). La castidad supone el respeto de los derechos de la persona, en particular, el de recibir una información y una educación que respeten las dimensiones morales y espirituales de la vida humana.

2345 La castidad es una virtud moral. Es también un don de Dios, una gracia, un fruto del trabajo espiritual (cf Ga 5, 22). El Espíritu Santo concede, al que ha sido regenerado por el agua del bautismo, imitar la pureza de Cristo (cf 1 Jn 3, 3).

La integridad del don de sí

2346 La caridad es la forma de todas las virtudes. Bajo su influencia, la castidad aparece como una escuela de donación de la persona. El dominio de sí está ordenado al don de sí mismo. La castidad conduce al que la practica a ser ante el prójimo un testigo de la fidelidad y de la ternura de Dios.

2347 La virtud de la castidad se desarrolla en la amistad. Indica al discípulo cómo seguir e imitar al que nos eligió como sus amigos (cf Jn 15, 15), a quien se dio totalmente a nosotros y nos hace participar de su condición divina. La castidad es promesa de inmortalidad.

La castidad se expresa especialmente en la amistad con el prójimo. Desarrollada entre personas del mismo sexo o de sexos distintos, la amistad representa un gran bien para todos. Conduce a la comunión espiritual.

Los diversos regímenes de la castidad

2348 Todo bautizado es llamado a la castidad. El cristiano se ha ‘revestido de Cristo’ (Ga 3, 27), modelo de toda castidad. Todos los fieles de Cristo son llamados a una vida casta según su estado de vida particular. En el momento de su Bautismo, el cristiano se compromete a dirigir su afectividad en la castidad.

2349 La castidad ‘debe calificar a las personas según los diferentes estados de vida: a unas, en la virginidad o en el celibato consagrado, manera eminente de dedicarse más fácilmente a Dios solo con corazón indiviso; a otras, de la manera que determina para ellas la ley moral, según sean casadas o celibatarias’ (CDF, decl. "Persona humana" 11). Las personas casadas son llamadas a vivir la castidad conyugal; las otras practican la castidad en la continencia.

Existen tres formas de la virtud de la castidad: una de los esposos, otra de las viudas, la tercera de la virginidad. No alabamos a una con exclusión de las otras. En esto la disciplina de la Iglesia es rica. (S. Ambrosio, vid. 23).

2350 Los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal. Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad.

Las ofensas a la castidad

2351 La lujuria es un deseo o un goce desordenados del placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión.

2352 Por masturbación se ha de entender la excitación voluntaria de los órganos genitales a fin de obtener un placer venéreo. ‘Tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado’. ‘El uso deliberado de la facultad sexual fuera de las relaciones conyugales normales contradice a su finalidad, sea cual fuere el motivo que lo determine’. Así, el goce sexual es buscado aquí al margen de ‘la relación sexual requerida por el orden moral; aquella relación que realiza el sentido íntegro de la mutua entrega y de la procreación humana en el contexto de un amor verdadero’ (CDF, decl. "Persona humana" 9).

Para emitir un juicio justo acerca de la responsabilidad moral de los sujetos y para orientar la acción pastoral, ha de tenerse en cuenta la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales que reducen, e incluso anulan la culpabilidad moral.

2353 La fornicación es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio. Es gravemente contraria a la dignidad de las personas y de la sexualidad humana, naturalmente ordenada al bien de los esposos, así como a la generación y educación de los hijos. Además, es un escándalo grave cuando hay de por medio corrupción de menores.

2354 La pornografía consiste en dar a conocer actos sexuales, reales o simulados, fuera de la intimidad de los protagonistas, exhibiéndolos ante terceras personas de manera deliberada. Ofende la castidad porque desnaturaliza la finalidad del acto sexual. Atenta gravemente a la dignidad de quienes se dedican a ella (actores, comerciantes, público), pues cada uno viene a ser para otro objeto de un placer rudimentario y de una ganancia ilícita. Introduce a unos y a otros en la ilusión de un mundo ficticio. Es una falta grave. Las autoridades civiles deben impedir la producción y la distribución de material pornográfico.

2355 La prostitución atenta contra la dignidad de la persona que se prostituye, puesto que queda reducida al placer venéreo que se saca de ella. El que paga peca gravemente contra sí mismo: quebranta la castidad a la que lo comprometió su bautismo y mancha su cuerpo, templo del Espíritu Santo (cf 1 Co 6, 15-20). La prostitución constituye una lacra social. Habitualmente afecta a las mujeres, pero también a los hombres, los niños y los adolescentes (en estos dos últimos casos el pecado entraña también un escándalo). Es siempre gravemente pecaminoso dedicarse a la prostitución, pero la miseria, el chantaje, y la presión social pueden atenuar la imputabilidad de la falta.

2356 La violación es forzar o agredir con violencia la intimidad sexual de una persona. Atenta contra la justicia y la caridad. La violación lesiona profundamente el derecho de cada uno al respeto, a la libertad, a la integridad física y moral. Produce un daño grave que puede marcar a la víctima para toda la vida. Es siempre un acto intrínsecamente malo. Más grave todavía es la violación cometida por parte de los padres (cf. incesto) o de educadores con los niños que les están confiados.

Castidad y homosexualidad

2357 La homosexualidad designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual, exclusiva o predominante, hacia personas del mismo sexo. Reviste formas muy variadas a través de los siglos y las culturas. Su origen psíquico permanece en gran medida inexplicado. Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (cf Gn 19, 1-29; Rm 1, 24-27; 1 Co 6, 10; 1 Tm 1, 10), la Tradición ha declarado siempre que ‘los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados’ (CDF, decl. "Persona humana" 8). Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso.

2358 Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales instintivas. No eligen su condición homosexual; ésta constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición.

2359 Las personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana.

III El amor de los esposos

2360 La sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer. En el matrimonio, la intimidad corporal de los esposos viene a ser un signo y una garantía de comunión espiritual. Entre bautizados, los vínculos del matrimonio están santificados por el sacramento.

2361 ‘La sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan el uno al otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte’ (FC 11).

Tobías se levantó del lecho y dijo a Sara: ‘Levántate, hermana, y oremos y pidamos a nuestro Señor que se apiade de nosotros y nos salve’. Ella se levantó y empezaron a suplicar y a pedir el poder quedar a salvo. Comenzó él diciendo: ‘¡Bendito seas tú, Dios de nuestros padres... tú creaste a Adán, y para él creaste a Eva, su mujer, para sostén y ayuda, y para que de ambos proviniera la raza de los hombres. Tú mismo dijiste: «no es bueno que el hombre se halle solo; hagámosle una ayuda semejante a él». Yo no tomo a ésta mi hermana con deseo impuro, mas con recta intención. Ten piedad de mí y de ella y podamos llegar juntos a nuestra ancianidad’. Y dijeron a coro: ‘Amén, amén’. Y se acostaron para pasar la noche (Tb 8, 4-9).

2362 ‘Los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, realizados de modo verdaderamente humano, significan y fomentan la recíproca donación, con la que se enriquecen mutuamente con alegría y gratitud’ (GS 49, 2). La sexualidad es fuente de alegría y de agrado:

El Creador... estableció que en esta función (de generación) los esposos experimentasen un placer y una satisfacción del cuerpo y del espíritu. Por tanto, los esposos no hacen nada malo procurando este placer y gozando de él. Aceptan lo que el Creador les ha destinado. Sin embargo, los esposos deben saber mantenerse en los límites de una justa moderación (Pío XII, discurso 29 octubre 1951).

2363 Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de los cónyuges ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia.

Así, el amor conyugal del hombre y de la mujer queda situado bajo la doble exigencia de la fidelidad y la fecundidad.

La fidelidad conyugal

2364 El matrimonio constituye una ‘íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias’. Esta comunidad ‘se establece con la alianza del matrimonio, es decir, con un consentimiento personal e irrevocable’ (GS 48, 1). Los dos se dan definitiva y totalmente el uno al otro. Ya no son dos, ahora forman una sola carne. La alianza contraída libremente por los esposos les impone la obligación de mantenerla una e indisoluble (cf CIC can. 1056). ‘Lo que Dios unió, no lo separe el hombre’ (Mc 10, 9; cf Mt 19, 1-12; 1 Co 7, 10-11).

2365 La fidelidad expresa la constancia en el mantenimiento de la palabra dada. Dios es fiel. El sacramento del Matrimonio hace entrar al hombre y la mujer en el misterio de la fidelidad de Cristo para con su Iglesia. Por la castidad conyugal dan testimonio de este misterio ante el mundo.

San Juan Crisóstomo sugiere a los jóvenes esposos hacer este razonamiento a sus esposas: ‘Te he tomado en mis brazos, te amo y te prefiero a mi vida. Porque la vida presente no es nada, mi deseo más ardiente es pasarla contigo de tal manera que estemos seguros de no estar separados en la vida que nos está reservada... pongo tu amor por encima de todo, y nada me será más penoso que no tener los mismos pensamientos que tú tienes’ (hom. in Eph. 20, 8).

La fecundidad del matrimonio

2366 La fecundidad es un don, un fin del matrimonio, pues el amor conyugal tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento. Por eso la Iglesia, que ‘está en favor de la vida’ (FC 30), enseña que todo ‘acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida’ (HV 11). ‘Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador’ (HV 12; cf Pío XI, enc. "Casti connubii").

2367 Llamados a dar la vida, los esposos participan del poder creador y de la paternidad de Dios (cf Ef. 3, 14; Mt 23, 9). ‘En el deber de transmitir la vida humana y educarla, que han de considerar como su misión propia, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus intérpretes. Por ello, cumplirán su tarea con responsabilidad humana y cristiana’ (GS 50, 2).

2368 Un aspecto particular de esta responsabilidad se refiere a la ‘regulación de la natalidad’. Por razones justificadas, los esposos pueden querer espaciar los nacimientos de sus hijos. En este caso, deben cerciorarse de que su deseo no nace del egoísmo, sino que es conforme a la justa generosidad de una paternidad responsable. Por otra parte, ordenarán su comportamiento según los criterios objetivos de la moralidad:

El carácter moral de la conducta, cuando se trata de conciliar el amor conyugal con la transmisión responsable de la vida, no depende sólo de la sincera intención y la apreciación de los motivos, sino que debe determinarse a partir de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos; criterios que conserven íntegro el sentido de la donación mutua y de la procreación humana en el contexto del amor verdadero; esto es imposible si no se cultiva con sinceridad la virtud de la castidad conyugal (GS 51, 3).

2369 ‘Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad’ (HV 12).

2370 La continencia periódica, los métodos de regulación de nacimientos fundados en la autoobservación y el recurso a los períodos infecundos (HV 16) son conformes a los criterios objetivos de la moralidad. Estos métodos respetan el cuerpo de los esposos, fomentan el afecto entre ellos y favorecen la educación de una libertad auténtica. Por el contrario, es intrínsecamente mala ‘toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación’ (HV 14):

‘Al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal’. Esta diferencia antropológica y moral entre la anticoncepción y el recurso a los ritmos periódicos ‘implica... dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana irreconciliables entre sí’ (FC 32).

2371 Por otra parte, ‘sea claro a todos que la vida de los hombres y la tarea de transmitirla no se limita sólo a este mundo y no se puede medir ni entender sólo por él, sino que mira siempre al destino eterno de los hombres’ (GS 51, 4).

2372 El Estado es responsable del bienestar de los ciudadanos. Por eso es legítimo que intervenga para orientar la demografía de la población. Puede hacerlo mediante una información objetiva y respetuosa, pero no mediante una decisión autoritaria y coaccionante. No puede legítimamente suplantar la iniciativa de los esposos, primeros responsables de la procreación y educación de sus hijos (cf HV 23; PP 37). El Estado no está autorizado a favorecer medios de regulación demográfica contrarios a la moral.

El don del hijo

2373 La Sagrada Escritura y la práctica tradicional de la Iglesia ven en las familias numerosas como un signo de la bendición divina y de la generosidad de los padres (cf GS 50, 2).

2374 Grande es el sufrimiento de los esposos que se descubren estériles. Abraham pregunta a Dios: ‘¿Qué me vas a dar, si me voy sin hijos...?’ (Gn 15, 2). Y Raquel dice a su marido Jacob: ‘Dame hijos, o si no me muero’ (Gn 30, 1).

2375 Las investigaciones que intentan reducir la esterilidad humana deben alentarse, a condición de que se pongan ‘al servicio de la persona humana, de sus derechos inalienables, de su bien verdadero e integral, según el plan y la voluntad de Dios’ (CDF, instr. "Donum vitae" intr. 2).

2376 Las técnicas que provocan una disociación de la paternidad por intervención de una persona extraña a los cónyuges (donación del esperma o del óvulo, préstamo de útero) son gravemente deshonestas. Estas técnicas (inseminación y fecundación artificiales heterólogas) lesionan el derecho del niño a nacer de un padre y una madre conocidos de él y ligados entre sí por el matrimonio. Quebrantan ‘su derecho a llegar a ser padre y madre exclusivamente el uno a través del otro’ (CDF, instr. "Donum vitae" 2, 4).

2377 Practicadas dentro de la pareja, estas técnicas [inseminación y fecundación artificiales homólogas] son quizá menos perjudiciales, pero no dejan de ser moralmente reprobables. Disocian el acto sexual del acto procreador. El acto fundador de la existencia del hijo ya no es un acto por el que dos personas se dan una a otra, sino que ‘confía la vida y la identidad del embrión al poder de los médicos y de los biólogos, e instaura un dominio de la técnica sobre el origen y sobre el destino de la persona humana. Una tal relación de dominio es en sí contraria a la dignidad e igualdad que debe ser común a padres e hijos’ (cf CDF, instr. "Donum vitae" 82). ‘La procreación queda privada de su perfección propia, desde el punto de vista moral, cuando no es querida como el fruto del acto conyugal, es decir, del gesto específico de la unión de los esposos... solamente el respeto de la conexión existente entre los significados del acto conyugal y el respeto de la unidad del ser humano, consiente una procreación conforme con la dignidad de la persona’ (CDF, instr. "Donum vitae" 2, 4).

2378 El hijo no es un derecho sino un don. El ‘don más excelente del matrimonio’ es una persona humana. El hijo no puede ser considerado como un objeto de propiedad, a lo que conduciría el reconocimiento de un pretendido ‘derecho al hijo’. A este respecto, sólo el hijo posee verdaderos derechos: el de ‘ser el fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres, y tiene también el derecho a ser respetado como persona desde el momento de su concepción’ (CDF, instr. "Donum vitae" 2, 8).

2379 El Evangelio enseña que la esterilidad física no es un mal absoluto. Los esposos que, tras haber agotado los recursos legítimos de la medicina, sufren por la esterilidad, deben asociarse a la Cruz del Señor, fuente de toda fecundidad espiritual. Pueden manifestar su generosidad adoptando niños abandonados o realizando servicios abnegados en beneficio del prójimo.

IV Las ofensas a la dignidad del matrimonio

2380 El adulterio. Esta palabra designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio (cf Mt 5, 27-28). El sexto mandamiento y el Nuevo Testamento prohíben absolutamente el adulterio (cf Mt 5, 32; 19, 6; Mc 10, 11; 1 Co 6, 9-10). Los profetas denuncian su gravedad; ven en el adulterio la imagen del pecado de idolatría (cf Os 2, 7; Jr 5, 7; 13, 27).

2381 El adulterio es una injusticia. El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando el contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable de los padres.

El divorcio

2382 El Señor Jesús insiste en la intención original del Creador que quería un matrimonio indisoluble (cf Mt 5, 31-32; 19, 3-9; Mc 10, 9; Lc 16, 18; 1 Co 7, 10-11), y deroga la tolerancia que se había introducido en la ley antigua (cf Mt 19, 7-9).

Entre bautizados católicos, ‘el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte’ ( CIC can. 1141).

2383 La separación de los esposos con permanencia del vínculo matrimonial puede ser legítima en ciertos casos previstos por el Derecho Canónico (cf CIC can. 1151-1155).

Si el divorcio civil representa la única manera posible de asegurar ciertos derechos legítimos, el cuidado de los hijos o la defensa del patrimonio, puede ser tolerado sin constituir una falta moral.

2384 El divorcio es una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio atenta contra la Alianza de salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo. El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente:

Si el marido, tras haberse separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero, porque hace cometer un adulterio a esta mujer; y la mujer que habita con él es adúltera, porque ha atraído a sí al marido de otra (S. Basilio, moral.regla 73).

2385 El divorcio adquiere también su carácter inmoral a causa del desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad. Este desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados por la separación de los padres, y a menudo viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de él una verdadera plaga social.

2386 Puede ocurrir que uno de los cónyuges sea la víctima inocente del divorcio dictado en conformidad con la ley civil; entonces no contradice el precepto moral. Existe una diferencia considerable entre el cónyuge que se ha esforzado con sinceridad por ser fiel al sacramento del Matrimonio y se ve injustamente abandonado y el que, por una falta grave de su parte, destruye un matrimonio canónicamente válido (cf FC 84).

Otras ofensas a la dignidad del matrimonio

2387 “Es comprensible el drama del que, deseoso de convertirse al Evangelio, se ve obligado a repudiar una o varias mujeres con las que ha compartido años de vida conyugal. Sin embargo, la poligamia no se ajusta a la ley moral, pues contradice radicalmente la comunión conyugal. La poligamia ‘niega directamente el designio de Dios, tal como es revelado desde los orígenes, porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo’ (FC 19; cf GS 47, 2). El cristiano que había sido polígamo está gravemente obligado en justicia a cumplir los deberes contraídos respecto a sus antiguas mujeres y sus hijos.

2388 Incesto es la relación carnal entre parientes dentro de los grados en que está prohibido el matrimonio (cf Lv 18, 7-20). San Pablo condena esta falta particularmente grave: ‘Se oye hablar de que hay inmoralidad entre vosotros... hasta el punto de que uno de vosotros vive con la mujer de su padre... en nombre del Señor Jesús... sea entregado ese individuo a Satanás para destrucción de la carne...’ (1 Co 5, 1.4-5). El incesto corrompe las relaciones familiares y representa una regresión a la animalidad.

2389 Se puede equiparar al incesto los abusos sexuales perpetrados por adultos en niños o adolescentes confiados a su guarda. Entonces esta falta adquiere una mayor gravedad por atentar escandalosamente contra la integridad física y moral de los jóvenes que quedarán así marcados para toda la vida, y por ser una violación de la responsabilidad educativa.

2390 Hay unión libre cuando el hombre y la mujer se niegan a dar forma jurídica y pública a una unión que implica la intimidad sexual.

La expresión en sí misma es engañosa: ¿qué puede significar una unión en la que las personas no se comprometen entre sí y testimonian con ello una falta de confianza en el otro, en sí mismo, o en el porvenir?

Esta expresión abarca situaciones distintas: concubinato, rechazo del matrimonio en cuanto tal, incapacidad de unirse mediante compromisos a largo plazo (cf FC 81). Todas estas situaciones ofenden la dignidad del matrimonio; destruyen la idea misma de la familia; debilitan el sentido de la fidelidad. Son contrarias a la ley moral: el acto sexual debe tener lugar exclusivamente en el matrimonio; fuera de éste constituye siempre un pecado grave y excluye de la comunión sacramental.

2391 No pocos postulan hoy una especie de ‘unión a prueba’ cuando existe intención de casarse. Cualquiera que sea la firmeza del propósito de los que se comprometen en relaciones sexuales prematuras, éstas ‘no garantizan que la sinceridad y la fidelidad de la relación interpersonal entre un hombre y una mujer queden aseguradas, y sobre todo protegidas, contra los vaivenes y las veleidades de las pasiones’ (CDF, decl. "Persona humna", 7). La unión carnal sólo es moralmente legítima cuando se ha instaurado una comunidad de vida definitiva entre el hombre y la mujer. El amor humano no tolera la ‘prueba’. Exige un don total y definitivo de las personas entre sí (cf FC 80).

RESUMEN

2392 ‘El amor es la vocación fundamental e innata de todo ser humano’ (FC 11).

2393 Al crear al ser humano hombre y mujer, Dios confiere la dignidad personal de manera idéntica a uno y a otra. A cada uno, hombre y mujer, corresponde reconocer y aceptar su identidad sexual.

2394 Cristo es el modelo de la castidad. Todo bautizado es llamado a llevar una vida casta, cada uno según su estado de vida.

2395 La castidad significa la integración de la sexualidad en la persona. Entraña el aprendizaje del dominio personal.

2396 Entre los pecados gravemente contrarios a la castidad se deben citar la masturbación, la fornicación, las actividades pornográficas y las prácticas homosexuales.

2397 La alianza que los esposos contraen libremente implica un amor fiel. Les confiere la obligación de guardar indisoluble su matrimonio.

2398 La fecundidad es un bien, un don, un fin del matrimonio. Dando la vida, los esposos participan de la paternidad de Dios.

2399 La regulación de la natalidad representa uno de los aspectos de la paternidad y la maternidad responsables. La legitimidad de las intenciones de los esposos no justifica el recurso a medios moralmente reprobables (p.e., la esterilización directa o la anticoncepción).

2400 El adulterio y el divorcio, la poligamia y la unión libre son ofensas graves a la dignidad del matrimonio.

Quinto Mandamiento

Quinto Mandamiento

CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA

SEGUNDA SECCIÓN
LOS DIEZ MANDAMIENTOS

Artículo 5

EL QUINTO MANDAMIENTO

No matarás (Ex 20, 13).

Habéis oído que se dijo a los antepasados: ‘No matarás’; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal (Mt 5, 21-22).

2258La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente’ (CDF, instr. "Donum vitae" intr. 5).

I El respeto de la vida humana

2259 La Escritura, en el relato de la muerte de Abel a manos de su hermano Caín (cf Gn 4, 8-12), revela, desde los comienzos de la historia humana, la presencia en el hombre de la ira y la codicia, consecuencias del pecado original. El hombre se convirtió en el enemigo de sus semejantes. Dios manifiesta la maldad de este fratricidio: ‘¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano’ (Gn 4, 10-11).

2260 La alianza de Dios y de la humanidad está tejida de llamamientos a reconocer la vida humana como don divino y de la existencia de una violencia fratricida en el corazón del hombre:

Y yo os prometo reclamar vuestra propia sangre... Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo él al hombre (Gn 9, 5-6).

El Antiguo Testamento consideró siempre la sangre como un signo sagrado de la vida (cf Lv 17, 14). La validez de esta enseñanza es para todos los tiempos.

2261 La Escritura precisa lo que el quinto mandamiento prohíbe: ‘No quites la vida del inocente y justo’ (Ex 23, 7). El homicidio voluntario de un inocente es gravemente contrario a la dignidad del ser humano, a la regla de oro y a la santidad del Creador. La ley que lo proscribe posee una validez universal: obliga a todos y a cada uno, siempre y en todas partes.

2262 En el Sermón de la Montaña, el Señor recuerda el precepto: ‘No matarás’ (Mt 5, 21), y añade el rechazo absoluto de la ira, del odio y de la venganza. Más aún, Cristo exige a sus discípulos presentar la otra mejilla (cf Mt 5, 22-39), amar a los enemigos (cf Mt 5, 44). El mismo no se defendió y dijo a Pedro que guardase la espada en la vaina (cf Mt 26, 52).

La legítima defensa

2263 La legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. ‘La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor... solamente es querido el uno; el otro, no’ (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 64, 7).

2264 El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal:

Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción sería lícita... y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada a fin de evitar matar al otro, pues es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 64, 7).

2265 La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad.”

2266 La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte. Por motivos análogos quienes poseen la autoridad tienen el derecho de rechazar por medio de las armas a los agresores de la sociedad que tienen a su cargo.

Las penas tienen como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, tiene un valor de expiación. La pena tiene como efecto, además, preservar el orden público y la seguridad de las personas. Finalmente, tiene también un valor medicinal, puesto que debe, en la medida de lo posible, contribuir a la enmienda del culpable (cf Lc 23, 40-43).

2267 Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.

El homicidio voluntario

2268 El quinto mandamiento condena como gravemente pecaminoso el homicidio directo y voluntario. El que mata y los que cooperan voluntariamente con él cometen un pecado que clama venganza al cielo (cf Gn 4, 10).

El infanticidio (cf GS 51, 3), el fratricidio, el parricidio, el homicidio del cónyuge son crímenes especialmente graves a causa de los vínculos naturales que destruyen. Preocupaciones de eugenesia o de salud pública no pueden justificar ningún homicidio, aunque fuera ordenado por las propias autoridades.

2269 El quinto mandamiento prohíbe hacer algo con intención de provocar indirectamente la muerte de una persona. La ley moral prohíbe exponer a alguien sin razón grave a un riesgo mortal, así como negar la asistencia a una persona en peligro.

La aceptación por parte de la sociedad de hambres que provocan muertes sin esforzarse por remediarlas es una escandalosa injusticia y una falta grave. Los traficantes cuyas prácticas usurarias y mercantiles provocan el hambre y la muerte de sus hermanos los hombres, cometen indirectamente un homicidio. Este les es imputable (cf Am 8, 4-10).

El homicidio involuntario no es moralmente imputable. Pero no se está libre de falta grave cuando, sin razones proporcionadas, se ha obrado de manera que se ha seguido la muerte, incluso sin intención de causarla.

El aborto

2270 La vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el momento de la concepción. Desde el primer momento de su existencia, el ser humano debe ver reconocidos sus derechos de persona, entre los cuales está el derecho inviolable de todo ser inocente a la vida (cf CDF, instr. "Donum vitae" 1, 1).

Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses te tenía consagrado (Jr 1, 5; Jb 10, 8-12; Sal 22, 10-11).

Y mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo hecho en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra (Sal 139, 15).

2271 Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado; permanece invariable. El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral.

No matarás el embrión mediante el aborto, no darás muerte al recién nacido. (Didajé, 2, 2; Bernabé, ep. 19, 5; Epístola a Diogneto 5, 5; Tertuliano, apol. 9).

Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la excelsa misión de conservar la vida, misión que deben cumplir de modo digno del hombre. Por consiguiente, se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción; tanto el aborto como el infanticidio son crímenes abominables (GS 51, 3).

2272 La cooperación formal a un aborto constituye una falta grave. La Iglesia sanciona con pena canónica de excomunión este delito contra la vida humana. ‘Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae’ (CIC can. 1398), es decir, ‘de modo que incurre ipso facto en ella quien comete el delito’ (CIC can. 1314), en las condiciones previstas por el Derecho (cf CIC can. 1323-1324). Con esto la Iglesia no pretende restringir el ámbito de la misericordia; lo que hace es manifestar la gravedad del crimen cometido, el daño irreparable causado al inocente a quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad.

2273 El derecho inalienable de todo individuo humano inocente a la vida constituye un elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación:

‘Los derechos inalienables de la persona deben ser reconocidos y respetados por parte de la sociedad civil y de la autoridad política. Estos derechos del hombre no están subordinados ni a los individuos ni a los padres, y tampoco son una concesión de la sociedad o del Estado: pertenecen a la naturaleza humana y son inherentes a la persona en virtud del acto creador que la ha originado. Entre esos derechos fundamentales es preciso recordar a este propósito el derecho de todo ser humano a la vida y a la integridad física desde la concepción hasta la muerte’ (CDF, instr. "Donum vitae" 3).

‘Cuando una ley positiva priva a una categoría de seres humanos de la protección que el ordenamiento civil les debe, el Estado niega la igualdad de todos ante la ley. Cuando el Estado no pone su poder al servicio de los derechos de todo ciudadano, y particularmente de quien es más débil, se quebrantan los fundamentos mismos del Estado de derecho... El respeto y la protección que se han de garantizar, desde su misma concepción, a quien debe nacer, exige que la ley prevea sanciones penales apropiadas para toda deliberada violación de sus derechos’. (CDF, instr. "Donum vitae" 3).

2274 Puesto que debe ser tratado como una persona desde la concepción, el embrión deberá ser defendido en su integridad, cuidado y atendido médicamente en la medida de lo posible, como todo otro ser humano.

El diagnóstico prenatal es moralmente lícito, ‘si respeta la vida e integridad del embrión y del feto humano, y si se orienta hacia su protección o hacia su curación... Pero se opondrá gravemente a la ley moral cuando contempla la posibilidad, en dependencia de sus resultados, de provocar un aborto: un diagnóstico que atestigua la existencia de una malformación o de una enfermedad hereditaria no debe equivaler a una sentencia de muerte’ (CDF, instr. "Donum vitae" 1, 2).

2275 Se deben considerar ‘lícitas las intervenciones sobre el embrión humano, siempre que respeten la vida y la integridad del embrión, que no lo expongan a riesgos desproporcionados, que tengan como fin su curación, la mejora de sus condiciones de salud o su supervivencia individual’ (CDF, instr. "Donum vitae" 1, 3).

‘Es inmoral producir embriones humanos destinados a ser explotados como «material biológico» disponible’ (CDF, instr. "Donum vitae" 1, 5).

‘Algunos intentos de intervenir en el patrimonio cromosómico y genético no son terapéuticos, sino que miran a la producción de seres humanos seleccionados en cuanto al sexo u otras cualidades prefijadas. Estas manipulaciones son contrarias a la dignidad personal del ser humano, a su integridad y a su identidad’ (CDF, instr. "Donum vitae" 1, 6).

La eutanasia

2276 Aquellos cuya vida se encuentra disminuida o debilitada tienen derecho a un respeto especial. Las personas enfermas o disminuidas deben ser atendidas para que lleven una vida tan normal como sea posible.

2277 Cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable.

Por tanto, una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador. El error de juicio en el que se puede haber caído de buena fe no cambia la naturaleza de este acto homicida, que se ha de rechazar y excluir siempre.

2278 La interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es rechazar el ‘encarnizamiento terapéutico’. Con esto no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla. Las decisiones deben ser tomadas por el paciente, si para ello tiene competencia y capacidad o si no por los que tienen los derechos legales, respetando siempre la voluntad razonable y los intereses legítimos del paciente.

2279 Aunque la muerte se considere inminente, los cuidados ordinarios debidos a una persona enferma no pueden ser legítimamente interrumpidos. El uso de analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, incluso con riesgo de abreviar sus días, puede ser moralmente conforme a la dignidad humana si la muerte no es pretendida, ni como fin ni como medio, sino solamente prevista y tolerada como inevitable. Los cuidados paliativos constituyen una forma privilegiada de la caridad desinteresada. Por esta razón deben ser alentados.

El suicidio

2280 Cada cual es responsable de su vida delante de Dios que se la ha dado. El sigue siendo su soberano Dueño. Nosotros estamos obligados a recibirla con gratitud y a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras almas. Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella.

2281 El suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo.

2282 Si se comete con intención de servir de ejemplo, especialmente a los jóvenes, el suicidio adquiere además la gravedad del escándalo. La cooperación voluntaria al suicidio es contraria a la ley moral.

Trastornos psíquicos graves, la angustia, o el temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura, pueden disminuir la responsabilidad del suicida.

2283 No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que El solo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida.

II El respeto de la dignidad de las personas

El respeto del alma del prójimo: el escándalo

2284 El escándalo es la actitud o el comportamiento que induce a otro a hacer el mal. El que escandaliza se convierte en tentador de su prójimo. Atenta contra la virtud y el derecho; puede ocasionar a su hermano la muerte espiritual. El escándalo constituye una falta grave, si por acción u omisión, arrastra deliberadamente a otro a una falta grave.

2285 El escándalo adquiere una gravedad particular según la autoridad de quienes lo causan o la debilidad de quienes lo padecen. Inspiró a nuestro Señor esta maldición: ‘Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar’ (Mt 18, 6; cf 1 Co 8, 10-13). El escándalo es grave cuando es causado por quienes, por naturaleza o por función, están obligados a enseñar y educar a otros. Jesús, en efecto, lo reprocha a los escribas y fariseos: los compara a lobos disfrazados de corderos (cf Mt 7, 15).

2286 El escándalo puede ser provocado por la ley o por las instituciones, por la moda o por la opinión.

Así se hacen culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa, o a ‘condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos’ (Pío XII, discurso 1 junio 1941). Lo mismo ha de decirse de los empresarios que imponen procedimientos que incitan al fraude, de los educadores que ‘exasperan’ a sus alumnos (cf Ef 6, 4; Col 3, 21), o de los que, manipulando la opinión pública, la desvían de los valores morales.

2287 El que usa los poderes de que dispone en condiciones que arrastren a hacer el mal se hace culpable de escándalo y responsable del mal que directa o indirectamente ha favorecido. ‘Es imposible que no vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen!’ (Lc 17, 1).

El respeto de la salud

2288 La vida y la salud física son bienes preciosos confiados por Dios. Debemos cuidar de ellos racionalmente teniendo en cuenta las necesidades de los demás y el bien común.

El cuidado de la salud de los ciudadanos requiere la ayuda de la sociedad para lograr las condiciones de existencia que permiten crecer y llegar a la madurez: alimento y vestido, vivienda, cuidados de la salud, enseñanza básica, empleo y asistencia social.

2289 La moral exige el respeto de la vida corporal, pero no hace de ella un valor absoluto. Se opone a una concepción neopagana que tiende a promover el culto del cuerpo, a sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito deportivo. Semejante concepción, por la selección que opera entre los fuertes y los débiles, puede conducir a la perversión de las relaciones humanas.

2290 La virtud de la templanza conduce a evitar toda clase de excesos, el abuso de la comida, del alcohol, del tabaco y de las medicinas. Quienes en estado de embriaguez, o por afición inmoderada de velocidad, ponen en peligro la seguridad de los demás y la suya propia en las carreteras, en el mar o en el aire, se hacen gravemente culpables.

2291 El uso de la droga inflige muy graves daños a la salud y a la vida humana. Fuera de los casos en que se recurre a ello por prescripciones estrictamente terapéuticas, es una falta grave. La producción clandestina y el tráfico de drogas son prácticas escandalosas; constituyen una cooperación directa, porque incitan a ellas, a prácticas gravemente contrarias a la ley moral.

El respeto de la persona y la investigación científica

2292 Los experimentos científicos, médicos o psicológicos, en personas o grupos humanos, pueden contribuir a la curación de los enfermos y al progreso de la salud pública.

2293 Tanto la investigación científica de base como la investigación aplicada constituyen una expresión significativa del dominio del hombre sobre la creación. La ciencia y la técnica son recursos preciosos cuando son puestos al servicio del hombre y promueven su desarrollo integral en beneficio de todos; sin embargo, por sí solas no pueden indicar el sentido de la existencia y del progreso humano. La ciencia y la técnica están ordenadas al hombre que les ha dado origen y crecimiento; tienen por tanto en la persona y en sus valores morales el sentido de su finalidad y la conciencia de sus límites.

2294 Es ilusorio reivindicar la neutralidad moral de la investigación científica y de sus aplicaciones. Por otra parte, los criterios de orientación no pueden ser deducidos ni de la simple eficacia técnica, ni de la utilidad que puede resultar de ella para unos con detrimento de otros, y, menos aún, de las ideologías dominantes. La ciencia y la técnica requieren por su significación intrínseca el respeto incondicionado de los criterios fundamentales de la moralidad; deben estar al servicio de la persona humana, de sus derechos inalienables, de su bien verdadero e integral, conforme al designio y la voluntad de Dios.

2295 Las investigaciones o experimentos en el ser humano no pueden legitimar actos que en sí mismos son contrarios a la dignidad de las personas y a la ley moral. El eventual consentimiento de los sujetos no justifica tales actos. La experimentación en el ser humano no es moralmente legítima si hace correr riesgos desproporcionados o evitables a la vida o a la integridad física o psíquica del sujeto. La experimentación en seres humanos no es conforme a la dignidad de la persona si, por añadidura, se hace sin el consentimiento consciente del sujeto o de quienes tienen derecho sobre él.

2296 El trasplante de órganos no es moralmente aceptable si el donante o sus representantes no han dado su consentimiento consciente. El trasplante de órganos es conforme a la ley moral y puede ser meritorio si los peligros y riesgos físicos o psíquicos sobrevenidos al donante son proporcionados al bien que se busca en el destinatario. Es moralmente inadmisible provocar directamente para el ser humano bien la mutilación que le deja inválido o bien su muerte, aunque sea para retardar el fallecimiento de otras personas.

El respeto de la integridad corporal

2297 Los secuestros y el tomar rehenes hacen que impere el terror y, mediante la amenaza, ejercen intolerables presiones sobre las víctimas. Son moralmente ilegítimos. El terrorismo, que amenaza, hiere y mata sin discriminación es gravemente contrario a la justicia y a la caridad. La tortura, que usa de violencia física o moral, para arrancar confesiones, para castigar a los culpables, intimidar a los que se oponen, satisfacer el odio, es contraria al respeto de la persona y de la dignidad humana. Exceptuados los casos de prescripciones médicas de orden estrictamente terapéutico, las amputaciones, mutilaciones o esterilizaciones directamente voluntarias de personas inocentes son contrarias a la ley moral (cf DS 3722).

2298 En tiempos pasados, se recurrió de modo ordinario a prácticas crueles por parte de autoridades legítimas para mantener la ley y el orden, con frecuencia sin protesta de los pastores de la Iglesia, que incluso adoptaron, en sus propios tribunales las prescripciones del derecho romano sobre la tortura. Junto a estos hechos lamentables, la Iglesia ha enseñado siempre el deber de clemencia y misericordia; prohibió a los clérigos derramar sangre. En tiempos recientes se ha hecho evidente que estas prácticas crueles no eran ni necesarias para el orden público ni conformes a los derechos legítimos de la persona humana. Al contrario, estas prácticas conducen a las peores degradaciones. Es preciso esforzarse por su abolición, y orar por las víctimas y sus verdugos.

El respeto a los muertos

2299 A los moribundos se han de prestar todas las atenciones necesarias para ayudarles a vivir sus últimos momentos en la dignidad y la paz. Deben ser ayudados por la oración de sus parientes, los cuales cuidarán que los enfermos reciban a tiempo los sacramentos que preparan para el encuentro con el Dios vivo.

2300 Los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección. Enterrar a los muertos es una obra de misericordia corporal (cf Tb 1, 16-18), que honra a los hijos de Dios, templos del Espíritu Santo.

2301 La autopsia de los cadáveres es moralmente admisible cuando hay razones de orden legal o de investigación científica. El don gratuito de órganos después de la muerte es legítimo y puede ser meritorio.

La Iglesia permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección del cuerpo (cf CIC can. 1176, 3).

III La defensa de la paz

2302 Recordando el precepto: ‘no matarás’ (Mt 5, 21), nuestro Señor pide la paz del corazón y denuncia la inmoralidad de la cólera homicida y del odio:

La cólera es un deseo de venganza. ‘Desear la venganza para el mal de aquel a quien es preciso castigar, es ilícito’; pero es loable imponer una reparación ‘para la corrección de los vicios y el mantenimiento de la justicia’ (S. Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 158, 1 ad 3). Si la cólera llega hasta el deseo deliberado de matar al prójimo o de herirlo gravemente, constituye una falta grave contra la caridad; es pecado mortal. El Señor dice: ‘Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal’ (Mt 5, 22).

2303 El odio voluntario es contrario a la caridad. El odio al prójimo es pecado cuando se le desea deliberadamente un mal. El odio al prójimo es un pecado grave cuando se le desea deliberadamente un daño grave. ‘Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial...’ (Mt 5, 44-45).

2304 El respeto y el desarrollo de la vida humana exigen la paz. La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra, sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad. Es la ‘tranquilidad del orden’ (S. Agustín, civ. 19, 13). Es obra de la justicia (cf Is 32, 17) y efecto de la caridad (cf GS 78, 1-2).

2305 La paz terrenal es imagen y fruto de la paz de Cristo, el ‘Príncipe de la paz’ mesiánica (Is 9, 5). Por la sangre de su cruz, ‘dio muerte al odio en su carne’ (Ef 2, 16; cf Col 1, 20-22), reconcilió con Dios a los hombres le hizo de su Iglesia el sacramento de la unidad del género humano y de su unión con Dios. ‘El es nuestra paz’ (Ef 2, 14). Declara ‘bienaventurados a los que construyen la paz’ (Mt 5, 9).

2306 Los que renuncian a la acción violenta y sangrienta y recurren para la defensa de los derechos del hombre a medios que están al alcance de los más débiles, dan testimonio de caridad evangélica, siempre que esto se haga sin lesionar los derechos y obligaciones de los otros hombres y de las sociedades. Atestiguan legítimamente la gravedad de los riesgos físicos y morales del recurso a la violencia con sus ruinas y sus muertes (cf GS 78, 5).

Evitar la guerra

2307 El quinto mandamiento condena la destrucción voluntaria de la vida humana. A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos libre de la antigua servidumbre de la guerra (cf GS 81, 4).

2308 Todo ciudadano y todo gobernante están obligados a empeñarse en evitar las guerras.

Sin embargo, ‘mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa’ (Gs 79, 4).

2309 Se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar. La gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral. Es preciso a la vez:

– Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.

– Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces.

– Que se reúnan las condiciones serias de éxito.

– Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.

Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la ‘guerra justa’.

La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común.

2310 Los poderes públicos tienen en este caso el derecho y el deber de imponer a los ciudadanos las obligaciones necesarias para la defensa nacional.

Los que se dedican al servicio de la patria en la vida militar son servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos. Si realizan correctamente su tarea, colaboran verdaderamente al bien común de la nación y al mantenimiento de la paz (cf GS 79, 5).

2311 Los poderes públicos atenderán equitativamente al caso de quienes, por motivos de conciencia, rehúsan el empleo de las armas; éstos siguen obligados a servir de otra forma a la comunidad humana (cf GS 79, 3).

2312 La Iglesia y la razón humana declaran la validez permanente de la ley moral durante los conflictos armados. ‘Una vez estallada desgraciadamente la guerra, no todo es lícito entre los contendientes’ (GS 79, 4).

2313 Es preciso respetar y tratar con humanidad a los no combatientes, a los soldados heridos y a los prisioneros.

Las acciones deliberadamente contrarias al derecho de gentes y a sus principios universales, como asimismo las disposiciones que las ordenan, son crímenes. Una obediencia ciega no basta para excusar a los que se someten a ella. Así, el exterminio de un pueblo, de una nación o de una minoría étnica debe ser condenado como un pecado mortal. Existe la obligación moral de desobedecer aquellas decisiones que ordenan genocidios.

2314 ‘Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de amplias regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra el hombre mismo, que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones’ (GS 80, 4). Un riesgo de la guerra moderna consiste en facilitar a los que poseen armas científicas, especialmente atómicas, biológicas o químicas, la ocasión de cometer semejantes crímenes.

2315 La acumulación de armas es para muchos como una manera paradójica de apartar de la guerra a posibles adversarios. Ven en ella el más eficaz de los medios, para asegurar la paz entre las naciones. Este procedimiento de disuasión merece severas reservas morales. La carrera de armamentos no asegura la paz. En lugar de eliminar las causas de guerra, corre el riesgo de agravarlas. La inversión de riquezas fabulosas en la fabricación de armas siempre más modernas impide la ayuda a los pueblos indigentes (cf PP 53), y obstaculiza su desarrollo. El exceso de armamento multiplica las razones de conflictos y aumenta el riesgo de contagio.

2316 La producción y el comercio de armas atañen hondamente al bien común de las naciones y de la comunidad internacional. Por tanto, las autoridades tienen el derecho y el deber de regularlas. La búsqueda de intereses privados o colectivos a corto plazo no legitima empresas que fomentan violencias y conflictos entre las naciones, y que comprometen el orden jurídico internacional.

2317 Las injusticias, las desigualdades excesivas de orden económico o social, la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones, amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Todo lo que se hace para superar estos desórdenes contribuye a edificar la paz y evitar la guerra:

En la medida en que los hombres son pecadores, les amenaza y les amenazará hasta la venida de Cristo, el peligro de guerra; en la medida en que, unidos por la caridad, superan el pecado, se superan también las violencias hasta que se cumpla la palabra: ‘De sus espadas forjarán arados y de sus lanzas podaderas. Ninguna nación levantará ya más la espada contra otra y no se adiestrarán más para el combate’ (Is 2, 4) (GS 78, 6).

RESUMEN

2318 ‘Dios tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre’ (Jb 12, 10).

2319 Toda vida humana, desde el momento de la concepción hasta la muerte, es sagrada, pues la persona humana ha sido amada por sí misma a imagen y semejanza del Dios vivo y santo.

2320 Causar la muerte a un ser humano es gravemente contrario a la dignidad de la persona y a la santidad del Creador.

2321 La prohibición de causar la muerte no suprime el derecho de impedir que un injusto agresor cause daño. La legítima defensa es un deber grave para quien es responsable de la vida de otro o del bien común.

2322 Desde su concepción, el niño tiene el derecho a la vida. El aborto directo, es decir, buscado como un fin o como un medio, es una práctica infame (cf GS 27, 3), gravemente contraria a la ley moral. La Iglesia sanciona con pena canónica de excomunión este delito contra la vida humana.

2323 Porque ha de ser tratado como una persona desde su concepción, el embrión debe ser defendido en su integridad, atendido y cuidado médicamente como cualquier otro ser humano.

2324 La eutanasia voluntaria, cualesquiera que sean sus formas y sus motivos, constituye un homicidio. Es gravemente contraria a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador.

2325 El suicidio es gravemente contrario a la justicia, a la esperanza y a la caridad. Está prohibido por el quinto mandamiento.”

2326 El escándalo constituye una falta grave cuando por acción u omisión se induce deliberadamente a otro a pecar.”

2327 A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, debemos hacer todo lo que es razonablemente posible para evitarla. La Iglesia implora así: ‘del hambre, de la peste y de la guerra, líbranos Señor’.

2328 La Iglesia y la razón humana afirman la validez permanente de la ley moral durante los conflictos armados. Las prácticas deliberadamente contrarias al derecho de gentes y a sus principios universales son crímenes.

2329 ‘La carrera de armamentos es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo intolerable’ (GS 81, 3).

2330 ‘Bienaventurados los que construyen la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios’ (Mt 5, 9).